miércoles, 20 de mayo de 2015

amor incondicional

Ya nada me importa.
Te veo consumida por tu propio cuerpo, tu propio cerebro, tu propio dolor.
La enfermedad del olvido. Del desconocimiento. Del perderse.
Vos sola en la cama blanca. La frazada agujereada y tus labios resecos, los ojos que comienzan a amarronarse. Veo por primera vez una línea de pecas sobre tus párpados. ¿Veo por última vez tu sonrisa? Me pregunto cuándo te irás. Cuándo me dejarás. Cuándo me quedará tu recuerdo. Solo tu recuerdo. El recuerdo de tu olvido. El dolor de tu dolor. La tristeza de tu amargura. De tu rechazo a comer. De tu decisión de dormirte.
No quiero verte sufrir. Te vas a ir pronto. Te vas a llevar con los labios pintados mi último amor incondicional, quizás el único. Para siempre desamparada de tu amor de madre. De tu mirada, de tu calor. Estás fría.
Tenés frío.
Te llevo otra frazada pero se la ponen a la señora de al lado. Ella tiene la sonda que entra por la nariz. Yo no quise ponértela. Sé que estuve bien pero yo también tengo frío.
Estamos vos y yo y esa frazada, la agujereada. La otra ¾la de rayas¾ se la dejé a la señora de al lado. La muerte da frío.
Tengo frío.
Pero no importa.

Después de la muerte no hay nada. 

jueves, 1 de mayo de 2014

Los perdidos IV

Las pulsaciones aumentan y se detienen. Aumentan. Se detienen. Miro el tatuaje que llevamos todos. Me pregunto quién podría hacer uno nuevo si hubiera otro nacimiento. Me pregunto si podría haber otro nacimiento sobre tanta infertilidad. No soy la única mujer, queda Elena. La frente se el ensanchó hace bastante. Los maxilares se le fueron hacia adelante. Los ojos se le abrieron, como al resto. Sé que tiene mi edad pero parece treinta años más vieja. El pelo primero se le puso blanco y después se le fue cayendo desparejo. Le caen como franjas, como rejas, sobre la cara blanca. Los labios secos, las manos temblorosas. Ella no podría ser madre. Me pregunto si yo sí. Tampoco queda un hombre entre nosotros capaz de engendrar un hijo. Solo el profeta podría hacer algo. Aunque lo dudo. No sé por qué pienso tdo esto. Al fin y al cabo, para qué traeríamos un hijo a este mundo deshauciado. Solo la locura, o la esperanza, nos llevarían a eso.

martes, 15 de abril de 2014

Los perdidos III

El gesto de los perdidos es como estirado. No hablo ya de su mirada sino de su boca. Una línea recta en el final de la cara. Cada tanto hablan. Hablan entre ellos, en voz baja. Me miran mientras lo hacen. Sé que hablan de mí. Me siguen a todas partes, algunos se arrastran, otros caminan lento con ese ruido de los pies contra el suelo que tanto me molesta. Estoy empezando a detestarlos. Me esperan, me necesitan todo el tiempo.
Veo al profeta libre, gritando desnudo en la cima de una montaña. Por un  momento lo envidio.
Estoy al pie de la tumba del 21 y escucho la voz fina, el murmullo de los perdidos. No quiero saber qué dicen pero el solo hecho de que hablen me molesta. Por qué tienen fuerza para hablar y no para levantarse y ayudarme a buscar comida, a prepararla, a mantenerse aseados al menos un poco para que el olor no me haga rechazarlos tanto.
Voy a buscar agua al pozo. Se supone que de ahí sale más fresca. Pero sé que es mentira. El agua está ahí estancada, no se renueva desde hace bastante. Sigo yendo al pozo un poco por costumbre y otro poco porque los perdidos no se acercan ahí. Puedo ir sola, tranquila. Igual camino alerta. No quisiera que ningún forajido descubra nuestro pozo. Llevo un balde en una mano y el cuchillo escondido en la manga. La mirada se discute de un lado a otro. Si alguien aparece deberé matarlo. Al fin llego. Tomo un sorbo. Escupo.
Este es mi concepto de la libertad, pienso.

sábado, 29 de marzo de 2014

Los perdidos II

Podría tirar el cuerpo en donde tiramos lo demás. La basura, los desechos humanos. Después de todo, este cuerpo no deja de ser eso, un desecho humano. Me pregunto qué diferencia hay entre un cadáver y la mierda. Algo me frena a arrastrarlo, pesa menos de cuarenta kilos, y dejarlo ahí, al pie de las sierras de desperdicios que fuimos erigiendo entre todos. Con cada uno de los que va muriendo me pasa lo mismo. Me pregunto para qué continúo con el ritual de enterrarlos. Soy yo sola para cavar la tierra dura, resquebrajada por los terremotos constantes, seca. Y a la pala se le salió el mango. Tardo horas en hacer un foso. Me deja la espalda con un dolor insoportable.Ya voy por el número 20. Este, del que no me acuerdo el nombre, es el 21. Así terminaré poniéndole con un pedazo de carbón a la piedra que dejaré sobre su tumba. "21". Siempre trato de poner una palabra para recordar quién era. De algunos me acordaba el nombre como de Melisa, y que le gustaba bailar. Entonces puse "10- Melisa- Bailar".
A la radio portátil que encontramos en la basura le quedaban baterías entonces no sé cómo, comenzó a salir una música que a todos nos resultó familiar. Era siempre la misma, como tambores y cantos, gritos en un idioma que ninguno alcanzaba a comprender. Al profeta le agarraba una crisis cada vez que Melisa prendía el aparato que había asumido como propio. Se arrancaba los pelos y se golpeaba con el libro en la cabeza. Subía a la montaña a gritar "Están todos perdidos. Vendrá él y los llevará". Algunos decían que el profeta entendía la música y por eso temía. Melisa bailaba. Daba vueltas en el aire. Se había cosido varios trapos para hacerse un vestido. Daba vueltas con el vestido. Un día en el medio de uno de los terremotos, el profeta le arrancó la radio de las manos. La tiró contra el piso. La volvió a agarrar, la volvió a tirar. Melisa se le subió por la espalda, lo agarró del cuello, le terminó de arrancar los pocos pelos que le quedaban en la mollera pero él seguía bajando a agarrar la radio y levantando los brazos para tirarla fuerte contra el piso hasta que ya no quedó nada. Ya no quedó nada y vino el silencio. Por unos días Melisa bailó igual. Se agarraba la punta del vestido y daba vueltas, como si tuviera aún aquella música en la cabeza. Al profeta se le agrandaba una vena que le salía de un ojo y le llegaba a la nuca. Le latía, parecía que iba a explotar. Pero después, tuvimos que enterrarla. Apareció muerta en la punta de la barranca. El profeta gritaba "Sáquenla de acá, sáquenla de acá". Los ojos celestes de Melisa estaban petrificados de terror. Ahí aprendí que a los muertos hay que bajarles los párpados con una caricia. Le encontramos uno de los parlantes de la radio incrustado en la garganta. Se le había atravesado hasta dejarla sin aire. Nadie dijo nada. La cargamos entre los cuatro que éramos entonces, hicimos el pozo, la enterramos y le pusimos la piedra encima para identificarla.
Hubiera sido mejor, cuando todavía éramos varios los que podíamos sostener esto, hacer un gran foso grande e ir tirando los cuerpos ahí. Ahora hay que hacer uno por uno. Pienso otra vez en dejar de hacerlo, en tirarlo a la montaña. ¿Quién vendría a pedirme explicaciones? Veo la imagen del cuerpo acurrucado, aún de un color que destacaría sobre lo demás. El color de la piel, tan único sobre la mezcla de escombros, mierda y basura. Sobre lo podrido, ese cuerpo aún destacaría. No podría soportarlo. Busco la pala y camino hasta donde enterramos los cuerpos. Hasta donde entierro los cuerpos.
Se acerca la noche, el atardecer es rojo, naranja.
Doy varias paladas. Me seco la frente con el paño sucio y sin darme cuenta la mojo. No sé si estoy transpirando o no. Desde allí, puedo ver la figura del profeta en negro, su índice extendido, sobre la montaña y detrás una especie de círculo amarillo que baja. Sé que tiene un nombre, sé que es algo bueno porque nos calienta y cuando sale se va la oscuridad y los forajidos ya no se acercan. Puedo dormir un rato. Pero no sé mucho más.
La noche está cerca y deberé estar más atenta aún. Los de la mirada perdida empiezan a agitarse. Cuando la bola amarilla desaparece, se vuelven incontrolables. Algunos se escapan corriendo, dos nunca volvieron, otros se tiran al piso y comienzan a contorsionarse. Me piden algo. Siempre pienso que es agua. Se calman con el agua podrida que les acerco pero quizás lo que quieren es otra cosa.
El agua se está acabando. La saco de un pozo que encontramos con los otros, cuando todavía estaban. No puedo precisar hace cuánto. Pero sé que el agua, el agua se acabará pronto. No debería darles tanta agua a los perdidos. Me pregunto qué sentido tiene mantenerlos con vida.


jueves, 27 de marzo de 2014

Los perdidos

Todos se fugaron. Física o mentalmente. Los que quedan están postrados, en sillas de ruedas, con la vista perdida. No hay nadie a cargo en medio de todo esto. En medio de un mundo que se derrumba. Busco la alegría entre los escombros, pero parece haber sido uno de nosotros. Parece haberse fugado con el resto.
Entre los perdidos hay un profeta. Un hombre al que los demás consideraban un  maestro, que asegura que la salvación está en centrarse en uno mismo. Que repite que no deben importar los dolores ajenos. Se tira por los barrancos como un niño, rueda hacia abajo sobre su propio cuerpo, se golpea contra toneladas de basura y vuelve a subir corriendo, para aclamar agitado y con el dedo índice señalando el cielo: "Concéntrense en ustedes mismos". Los de la vista perdida parecen mirarlo. Quizás llegan a recordar que aquel hombre desnudo gordo y pelado que vocifera sobre la montaña nauseabunda fue alguna vez su hermano. Pero hace mucho de eso. Ni yo, que creo tener las facultades mentales intactas, lo recuerdo.
Les hago de comer con lo que encuentro en la basura. Son nueve, uno que ya no come y yo. El que ya no come morirá pronto. Le paso paños fríos por la nuca para aliviar un dolor que no comprendo. Mientras lo hago miro para los costados porque escucho ruidos o porque siento algún olor y temo que alguno se haya hecho encima. La realidad es que no me importa lo que estoy haciendo, pasarle el paño sucio frío, mojado en agua turbia sobre la frente. A él tampoco parece importarle. No creo que pase la noche, pienso, y recuerdo que lo mismo pensé hace dos días. Debe tener veinte años. Está casi desnudo también. La ropa se fue gastando o se la fue arrancando o se la robaron.
Vienen los forajidos y arrasan con todo. Tengo que estar atenta. Podría irme. Fugarme como los otros. Dicen que hay un lugar, cerca, en donde hay felicidad. Pero me quedo aquí. No quiero irme de mi tierra. Y los de la vista perdida son lo más parecido a mi familia. Se volvieron locos con el derrumbe y con la locura del resto. Como si fuera un contagio. Una epidemia. Yo me lavo las manos en el agua turbia después de tocarlos, aunque intento no tocarlos mucho a veces ellos me tocan. Me buscan. Los esquivo.
El que se está muriendo dejó de comer cuando empezó a pensar que la comida estaba envenenada. Se acurrucaba en un rincón y movía la cabeza para un lado y para el otro cuando le acercaba la cucharada de sopa de cáscaras. Cuando aún tenía la fuerza, salía corriendo. Creo que más que miedo a que lo envenenaran, en el fondo quería morirse.
El profeta sigue gritando. La verga le cuelga entre las piernas como a los viejos, grande y grotesca. Inservible. El dedo índice sigue señalando el cielo. El moribundo abre la boca. Presiento la muerte. La huelo. Algo negro sale de su boca. Le bajo los párpados. Un espasmo mueve el cuerpo por última vez.
"Concéntrense en ustedes mismos", grita el hombre gordo que en un tiempo fue cristiano. Tiene un libro bajo el brazo. Nadie sabe qué dice, quién lo escribió. Creo haber escuchado que él mismo tomaba notas de sus propios pensamientos. Él era su propio maestro. Se tira otra vez por la ladera de la montaña de mierda y comida podrida. Rueda y ríe a carcajadas. No recuerdo el nombre del que acaba de morir.




viernes, 21 de marzo de 2014

Escupir

Si pudiera escupir, llenaría de saliva el piso. Tengo algo atragantado pero por más que junto y junto saliva en lugar de escupirla, me la trago. No está bien salivar en la calle. En frente de todos. Solo quiero llegar a casa para escupir.
Un señor me toma del brazo y me pregunta dónde queda La manzana de las luces. Lleva un mapa. Debe ser extranjero. Me trago la saliva y le señalo enfrente. Lo veo entrar con paso lento pero entusiasmado. Su vida tiene un sentido. Al menos en este instante.
Podría establecer sin ningún tipo de error quiénes de los que me rodean tienen algún tipo de finalidad hoy. Nos concentramos en el semáforo y avanzamos como un ejército de idiotas. Ahora volviendo a casa. Por qué no podría escupir entre la gente. Me lo pregunto y me doy cuenta de que nadie vería lo que hago. O sí, pero a nadie le importaría. No lo hago.
Trago la saliva otra vez.
“No es de niñas escupir” y me arrastraron de la oreja en pleno concurso con mis primos para ver qué escupitajo llegaba más lejos. Sin tele, sin internet, sin libros ni revistas, en el medio del campo mientras todos duermen la siesta, no hay mucho para hacer. Uno se tiene a uno y a su cuerpo. Y a sus primos. Y a la saliva.
Alguien me empuja mientras bajamos escaleras abajo. Todos están apurados. La sensación de que el subte va a pasar un segundo antes de que lleguemos al andén nos posee a todos. Nos motoriza. Y aceleramos. Todos a la vez. Yo no puedo ir más rápido. Solo dejo que me golpeen y empujen mientras pasan. Pensarán “esta boluda que no se apura” pero no me importa.  Al final vamos a terminar todos apiñados un buen rato. Es como una tortura. Muertos de calor pero abrigados porque arriba está fresco, nos contorsionamos para no rozarnos, para no pegarnos, para no matarnos.
Si la flaca de anteojos que hace que lee un libro se dejara llevar por el día que tuvo, o por la semana que tuvo, mataría al tipo que la está apoyando sin querer; pero en lugar de eso mueve un poco la cola para un lado y pasa la hoja 32 de Cincuenta sombras de Grey. Dos vagones más adelante deben estar afanando. Lo sé porque a esa hora están siempre. Te roban lo que pueden y si los mirás o los ves te ponen una cara que te hace temblar las piernas. A mí no me da miedo que me roben, me da miedo que me miren con esa cara.
Llegando a Carabobo el subte ya está más vacío. Una chica se corre para dejarme sentar. Chatea por blackberry. Tan fácil sería para mí mandar un mensaje pero no. Me prometí no escribirle. La última vez que le dije de vernos me arrepentí. Toco mi cartera para sentir el celular y cerciorarme de que lo agarré. Lo apagué a las cuatro de la tarde, harta de los llamados de Joaquín y no lo había vuelto a prender.
A Joaquín lo conocí en una fiesta gay. En plena época post separación, cuando todo me importaba muy poco y hacía lo que podía.  A veces era estar tirada todo el día en la cama, otras era laburar hasta caerme redonda de sueño. Casi siempre era tomarme todo lo que encontrara. Los sábados salía con mis amigas y terminábamos en cualquier lado. Como en la fiesta esta, donde conocí a Joaquín. Fue la primera vez que me fui de un boliche con alguien. Estaba en plena etapa “dejarme llevar”.Y así fue. Después de hablar un poco, de escuchar frases hechas, me preguntó: ¿tu casa o la mía? Otra frase hecha que yo escuchaba por primera vez. Me pareció “más seguro” la casa de él. Podría irme cuando yo quisiera, pensé. Mi imaginación es corta ahora que me doy cuenta. Algo de miedo me daba pero él me inspiró confianza. Será porque me agarró de la mano y cuando le dije que era la primera vez que me iba con alguien de un boliche me dijo que él también. Será porque tenía cara de nene. O de nena. Me pregunté si era gay.
Nos desvestimos mientras nos besábamos. Le saqué la camisa. No tenía ni un solo pelo. Flaco, rubio, alto y sin un pelo. En el medio del pecho, un tatuaje que era una palabra o dos. Alcancé a ver letras. 
Me costó dormirme, hacía calor y quería irme a casa pero no me dio para despertarlo. Miré su tatuaje. Las letras eran góticas: “Remember” ocupaba todo el pecho
Nunca me dijo qué era eso que tenía que recordar. Imaginé que cuando ganara su confianza me lo diría pero aún sigue siendo un secreto para mí. Y supongo que lo será para siempre. Salí con Joaquín seis meses. Hasta hace unos días. Y no deja de llamarme. Ni sé por qué me fui con él del boliche, ni por qué estuvimos seis meses juntos. El tiempo se fue rápido. Yo lo pasaba bien aunque él nunca entendió mi humor ni yo su bucólica manera de vivir, su silencio y sus secretos. Las cosas iban apareciendo de a poco, una ex mujer, un hijo en Bariloche, la merca. Escuchábamos Morrisey a todo volumen desnudos en la cama y para él eso era todo. A la cuarta vez de hacer lo mismo, me aburrí. Quería hacer otra cosa, ni sé qué. Otra cosa. Toda su inventiva y originalidad estaba puesta en la cama: se esmeraba demasiado. Compraba cosas, juguetes, lencería. Que te tapo los ojos, que te esposo a la cama, que disfrazate… Nos veíamos los fines de semana, como mucho dos días, así que técnicamente salimos menos de treinta días. En el medio me mandaba por txt todo lo que me iba a hacer la próxima vez que nos viéramos y de algún modo, todo ese esfuerzo en el sexo, toda esa apatía por la vida real, por comunicarse conmigo terminó siendo contraproducente. No pude acabar. Y fue lo peor que le pudo pasar a él. Redobló la apuesta y se esmeraba como nadie pero yo no podía y tuve que fingir para que me sacara de una buena vez la mano, la lengua o lo que fuera que me había metido. Me hizo jurar que no había fingido y le mentí.
Ahí me di cuenta de que la cosa no iba para ningún lado. Yo esperando algo que no iba a tener. Y él, igual.
Si prendo el celular ahora voy a tener 98 llamadas perdidas de Joaquín. Remember le dicen mis amigas a Joaquín. Yo le digo JR. Cinco llamadas perdidas, 3 mensajes de voz y 2 de texto. Estuvo tranquilo.
No es que me haya borrado, le mandé un mail. De cobarde. Un mail en el que decía que me había gustado mucho conocerlo, que había aprendido muchas cosas (que no enumeraba) pero que todavía no había podido superar mi separación. Que me disculpara. Que necesitaba tiempo. “Tiempo”, repetí después del punto final. Y después nunca más le atendí el teléfono.
Los mensajes de voz decían más o menos lo mismo: “Hola, ehhh, bueno, leí tu mail. No entiendo bien qué te pasa. Llamame”. Los mensajes de texto eran más jugados: “Espero que te vaya bien en la vida. Creo que me merecía otro tipo de trato”.
Sé que tengo que llamarlo. Pero sé que no voy a poder mentirle si lo hago. No me hago la santa, la que nunca miente, simplemente me es más sencillo mentir por escrito. También me es más sencillo decir la verdad por escrito. Es raro. Digamos que me es más fácil todo por escrito. O que todo lo personal, telefónico o presencial, me es muy difícil. Cómo decir: Hola, mirá te fui conociendo y no me fuiste gustando. Me pasó justamente al revés. Igual por ahí soy yo. Cómo no decirlo. Cómo tener a la persona en frente y decirle que todavía no superé la separación cuando estuvimos curtiendo por seis meses.
Voy a llamarlo. Otra vez las ganas de escupir. A ver si puedo ahora que estoy en casa. No. Tampoco. Junto la saliva bien, está todo listo pero cuando tengo que escupir me da como impresión y me la trago.
Tengo un mail de Joaquín, también. Dice que está triste, que le hubiera gustado que lo llame. Tiene razón, pobre. No se merece esto pero no puedo hacer otra cosa. No puedo. En un par de días se va a olvidar, aunque se llame Remember se va a olvidar de mí y yo de él. Lo nuestro no fue nada. En unos años voy a tener que hacer fuerza para acordarme del nombre. Lo sé. Ahora no puedo llamarlo. Dice que soy una chota porque no tuve los huevos de … Pone tuve con b larga. Idiota. Si hay algo que me quita todo interés son las faltas de ortografía. En un sms vaya y pase pero en un mail que tenés el corrector, es desinterés. Así que no “tube” los huevos de llamarlo. Tubi tres, pedazo de pelotudo. Ahora no te voy a llamar una mierda.
Qué bronca que me diga chota. Odio sentir que alguien piensa eso de mí. Yo ¿una chota? Por qué porque no puedo mirarte a la cara y decirte que sos un freak de mierda que se depila la entrepierna y las gambas como una mina, que todavía no me supo explicar qué hacía en la fiesta gay, que toma merca para “animarse”, que tiene un pibe que no ve hace meses… por favor, y la chota soy yo por no llamarte. Le escribiría: JR, andate a lavar bien las patas. Pero no puedo. Soy muy educada. Soy tan educada que cuando pienso realmente en qué decirle me sale “andate a lavar bien las patas” que no tiene malas palabras. ¡Qué educación eficiente, por favor, no tiene fisuras!
“Las niñas no dicen malas palabras” y la concha de tu madre. Por qué las mujeres no podemos expresar lo que nos pasa con palabras sucias, prohibidas, insultantes. No es que no pueda decir malas palabras pero queda mal. En una mujer queda mal. Entonces las digo entre mujeres, o sola pero delante de un hombre, la boca se me haga a un lado.
Igual hay peores que yo. Queda mal decir “chabón”, me dijo una vez una amiga. ¿Estamos todos locos? Y si alguien tiene ganas de putear y es mujer se tiene que tragar la mierda para adentro. Tiene que escupir para adentro. Putear para adentro. Pudrirse y con una sonrisa decir “por favor”.
Chota. Cómo me va a decir chota. Todo el esfuerzo que hice para que él se sintiera bien. No le dije nunca nada de sus faltas de ortografía, de su falta de interés, de sus amigos y ahora soy una chota…

Agarro el celular para llamar a JR pero me acuerdo que lo prendí para llamar a Martín. Para no llamarlo en realidad. Para reprimirme las ganas de hacerlo. Pero no puedo.
¾     Hola, ¿Martín? ¿Podés hablar? Dale, llamame cuando puedas. Beso
Yo sola me mando. Está con su mujer y tengo clarísimo cómo viene la mano. Ya me dije mil veces que no iba a volverlo a llamar. Pero en este momento por algún motivo es al único al que quiero ver. Quiero que venga y me bese y me diga que me quiere y después de que hagamos el amor, se vaya. Quiero quedarme extrañándolo. Quiero sentir algo de ese momento. De esa falta. Quiero sentir algo real.    
¾     Hola, sí. Perdoná recién que… Dale. Te espero. Sí, tipo once y media está bien. Beso
Qué habrá inventado. A las once va a salir de la casa… dirá que se va a tomar algo con los amigos. No sé… Cuántas veces me habrán engañado con la misma historieta. Cuántas no, y yo la pasaba mal pensando que sí. Y lo esperaba, sufriendo, porque era el amor de mi vida, en aquella terraza recién comprada. Sola. A las tres de la mañana. Lo veía volver borracho. A veces no volvía y pasé de creer que me engañaba a darme cuenta de que no quería estar conmigo. El dolor fue mucho más real. Por ahí a él también le era más fácil decir las cosas por escrito pero nunca me escribió ni me dijo nada. Y yo seguía esperando en la terraza. Cuántas veces fui la mujer de Martín ahora.
Y ahora que no soy la mujer de nadie, voy a ser más que ninguna la mujer de Martín. En una hora llega, mejor que me apure. Un baño, tender la cama y ordenar un poco. Tengo un vino por las dudas aunque nunca quiere tomar nada.

Hoy Martín vino puntual y se fue a horario, para las doce y media estaba en la calle. La noche está preciosa a pesar del fresco. Es de esas noches estrelladas y claras. Desde acá puedo ver toda la ciudad. Es hermosa cuando duerme. Mañana, de día, volverá a darme asco. 



martes, 18 de marzo de 2014

Ilusión

Entonces, de repente, se levantó de la mesa.
No lo hizo bruscamente. Tampoco fue delicada. Simplemente se puso de pie, dejó la servilleta junto al plato y se fue.
Tenía puesto una remera celeste, sin mangas, cuello bote con un borde gris oscuro de raso y una pollera azul. Borcegos negros. El pelo suelto. Los labios rojos.
Cuando dejó la servilleta blanca sobre la mesa de melanina pintada y sin mantel, alcanzó a mirarse las manos. Sin darse cuenta tenía los puños cerrados. Como si se aferrara.
Pero soltó la servilleta y se fue.
Se olvidó la cartera, en el afán de irse. Siguió adelante, caminando entre las mesas. Solo podía ir en esa dirección, hacia adelante, hacia la salida, hacia afuera.
El maitre de siempre la acompañó apurado y le abrió la puerta. La llamarada de aire helado le congeló la cara. Las dos copas de vino, las carcajadas y la ilusión se le vinieron a la nuca, a la garganta, al estómago.
La mano de uñas pintadas esa mañana agarró la panza para evitar el vómito. Pero fue en vano.
Se sostuvo el pelo con la misma mano para no mancharlo o como un instinto.
Apoyada contra un árbol, muerta de frío, sintió el gusto que le había quedado en la boca. Siempre le había llamado la atención ese sabor, el gusto inconfundible del vómito. La conectaba con lo real, con lo físico. La rescataba de la fantasía de la vida perfecta. Le recordaba la putrefacción, la muerte. De algún modo, la ponía en sintonía con quién era: una chica de provincia intentando ser feliz pero completamente sola y a su merced. Un cuerpo como cualquier otro alejado de los destinos y los merecimientos. Solo lo que ella hiciera en ese momento, ella -su cuerpo-, ella -su mente-, era lo único que podía hacerla sentir mejor. No había -recordaba ahora- caminos mágicos. Ni futuro. Había de vez en cuando, una carcajada, a veces dos. Unas copas de vino y la persistencia de su ilusión.

lunes, 3 de marzo de 2014

Que sea en invierno

Cambié de opinión. Que sea en invierno. Sí, el frío es el mes que mejor le sentaría a nuestro amor. Además, podemos seguir tomándonos un tiempo -de ahora hasta junio- para mantener la distancia y el deseo. Como hasta ahora. Quiero decir, sigamos haciendo esto de un llamado, distancia, otro llamado, distancia y más o menos para mediados de junio, digamos el 19 o el 20 me llamás pero esta vez para por fin invitarme a tomar un vino. No quiero ir a tomar una cerveza, te lo aclaro desde ahora. Desde hace unos años la birra me empezó a caer mal y además, podemos tomarnos cuatro que no va a pasar nada. El vino tiene otros tiempos. Elegí vos cuál que yo no tengo idea. Sé que prefiero Malbec pero nada más. De ser posible me gustaría que piquemos algo, no hace falta que me invites a cenar. Me voy a poner un pantalón negro y una camisa rosa con rayitas amarillas que me regalaron para navidad. Sé que parece que no combina pero vos dejame a mí. Ah, me corté el flequillo. Hace meses que no nos vemos así que te lo aclaro para que te vayas haciendo a la idea. Arriba de la camisa, un saquito por el frío. Te paso a buscar o nos encontramos en algún lugar, donde vos digas pero no quiero que vengas vos a buscarme. No sé bien por qué. Elegí un lugar lindo, no como el último en el que estuvimos hace más de un año que era un bajón, luces y vidrieras, el típico café menemista. Debería ser un restaurant o uno de esos lugares de tragos, pero no un bar con pool y mesas de madera. Yo te paso a buscar. Vos bajás. Vamos caminando. Me abrís la puerta del restaurant, nos sentamos uno frente al otro, me preguntás cómo estoy. Quiero que me mires a los ojos. Que me hables. Que me escuches. Pero quiero que en algún momento me interrumpas. Que me digas que no aguantás más. Que al fin, te animes a decirme lo que sentís por mí. Que dejemos de escondernos. De llamarnos, de escribirnos y desaparecer. Quiero que dejemos de pensar que podemos ser amigos. De pensarnos. De extrañarnos sin casi conocernos. De odiarnos por no poder dejar de imaginar un beso que nunca nos dimos. Un beso que no llega. Pero esperá, no me beses todavía. Esperá un poco más. Hablemos de los miedos. De por qué todavía no es el momento. Alarguemos esto antes de arruinarlo. Antes de constatar que el beso de los sueños es un beso real que puede desilusionarnos. Sigamos hablando un poco. Contémonos todo lo que nos queda por resolver para poder besarnos tranquilos. Contémonos los procesos que tenemos que hacer para sentirnos seguros. Contame sobre las decisiones que tenés que tomar y no te animás. Prometeme que pronto las vas a tomar y vas a ser feliz y me vas a venir a buscar. Yo te voy a contar sobre las trabas, los impedimentos, mi falta de libertad y cómo me voy a organizar para poder vernos. Te voy a jurar que no bien me organice voy a estar menos cansada y más alegre. Hablemos de eso. Si querés podés agarrarme la mano mientras tanto. Eso me gustaría. Yo por ahí me animo y te acaricio con la otra mano. De repente podés bordear la mesa, no me voy a incomodar, y te podés sentar al lado mío. Estamos en uno de esos restaurants con boxes así que podés venir más cerca. Me corrés el pelo hacia atrás. Yo miro para abajo. Me levantás la cara desde el mentón y te sacás los anteojos. Me mirás a los ojos. Me encantan tus ojos. Son sinceros pero callan. Hay silencio entre nosotros ahora y quizás por eso puedo sentir el calor de tu respiración. Estás más cerca. Sé que vas a besarme. Alcanzo a oler tu aliento. Es algo nuevo. Cierro los ojos. Los abro. Pongo mi mano en tu boca y te detengo. Todavía no. Todavía no es invierno.

jueves, 27 de febrero de 2014

Grupo día 1

Carolina llega sola como muchos de nosotros. Tiene una remera rayada y un pantalón negro de vestir. Está arreglada. Parece que viene de trabajar. Llega sobre la hora. La sala está casi llena. Se sienta en la primera silla que encuentra.  Se queda callada. En silencio. Escucha hablar a los demás. Cada tanto se le llenan los ojos de lágrimas. De repente, levanta la mano con seguridad. Solo necesita hacerlo una vez para que nos callemos. Entonces cuenta. Cuenta que está enojada. No, se corrige, que está furiosa. Que no entiende. Que está ahí para entender. Hace una pausa pero nadie dice nada. Sigue. Su tono seco, mordido, se transforma. Cuenta que su padre era pianista. Concertista. Que su madre no quiere ir a verlo al geriátrico, y que su hermano sólo va si le insisten. Ella tiene dos hijos chicos. Un marido, 36 años, pero siente que perdió todo cuando a su papá le diagnosticaron Alzheimer. Fue casi de un día para otro. A veces sucede así, dice alguien. Ella sigue. Cambia el tono, la mirada. Parece cambiar de ropa. Dice que su viejo está como falopeado todo el día. Que no soporta más verlo así. Que es una mierda. Que lo extraña. Que era su mejor amigo. Repite que era su mejor amigo.
Carolina todavía recuerda cómo era su padre y se aferra a esa idea. La enoja saber que no puede hacer nada. Quiero que me lo devuelvan. Quiero a mi viejo, dice llorando. No acepta a esa persona enferma. No acepta el Alzheimer. Cuenta que googlea todo el día para ver qué puede inventar para curarlo. Que lo llama al psiquiatra para decirle lo que encuentra. Que no puede creer que todavía no haya cura. Que quiere que le devuelvan a su viejo. Se nos queda mirando, nos interpela como si pudiéramos hacer algo. Quiero que me lo devuelvan. Llora. Vuelve a mirarnos. Qué enfermedad de mierda la puta madre que lo pario, dice.
Todos pensamos que sí. Algunos lo dicen en voz alta. Otros mueven la cabeza. Alguien levanta la mano.

A la hora llego a casa. Es inevitable pensar en los relatos de este primer encuentro. En las instantáneas: un hijo con la vista puesta en el piso, cuatro hermanas que eran una, la señora de 84 años que no quería internar a su marido, un hijo que vive en Canadá, una chica con tatuaje que se siente culpable por no haber evitado la enfermedad de su madre. La información de lo que se dijo no baja. Descansa como partículas en el aire. Flota. La presiento pero no la entiendo. Alcanzo a detectar que tengo resistencias. Las vi en los otros. Todavía no sé cuáles son, pero las tengo. Eso es seguro. Pienso en la resistencia a abrazar a mi madre, pero si nunca la abracé. A hablarle suave como decían hoy, a cantarle... pero si nunca le canté.
Mi madre cambió, como el papá de Carolina.
Creo que entendí que nadie me va a devolver a mi mamá tal cual y como era.
De hecho, ya no recuerdo cómo era. Perdí esa referencia.
Es difícil de explicar pero, de algún modo, intuyo que eso debe ser bueno. Al menos debería ser más fácil poder abrazarla.



domingo, 23 de febrero de 2014

Una noche

Los rulos sobre la cara. Para adelante, para atrás. Nunca había prestado atención al peso de su pelo contra ella misma. Su pelo era suave.Y rojo. Pero ahora, en la oscuridad no se distinguía el color y la suavidad no alcanzaba a sentirse con esos toques imperceptibles contra su piel. Trató de concentrarse, se ató rápido el pelo con una gomita que tenía en la muñeca. Pero entonces se detuvo en el contraste de su piel blanca sobre aquel cuerpo con otra tonalidad, un poco más rosado quizá. ¿De qué color era? Había unos lunares parecidos a los suyos. Le hubiera gustado seguir el camino que dibujaban. Detenerse. Pero todo se daba como en un apuro. Su cuerpo la apuraba. Y el de él. De golpe se dio cuenta de que estaba gritando, gimiendo y le dio algo de vergüenza ajena por ella misma. Pensó que a él también le incomodaban los gritos pero no había forma de callarlos. ¿Pensaría él que estaba exagerando? Le hubiera gustado desdoblarse. No estar en ese cuerpo que gritaba sino abrazarlo por atrás y besarle la nuca, los pechos contra la espalda, mientras él seguía haciendo lo que hacía en medio de esos gritos desalmados.

El baño

Ella me pide perdón.
Después de llamarme a los gritos porque vio algo pero cuando le pregunto qué, no sabe. "No sé", repite desnuda y abrazada a sí misma en la bañera.
Cierro la canilla, trato de tranquilizarme. No trato de tranquilizarla. No me sale sin esfuerzo. Y no hago el esfuerzo.
"¿Qué te pasa?" pregunto con mi modo seco. El modo con el que me defiendo de su deterioro, de su locura. Como si fuera una zanja seca entre ella y yo. Ella vulnerable y desnuda en el agua. Yo una niña del otro lado que quiere que su madre la abrace. Que deje de abrazarse a ella misma y la abrace. "¿Qué te pasa?" Repetí. (En mi caso parece no molestarme la repetición).
"No sé", repite. "Perdoname".
Y entonces, pienso que se siente culpable. Culpable por tener esta enfermedad de mierda. Mientras voy a buscarle la toalla para luego secarla, pienso en sus hermanas muertas. Tan jóvenes. Pienso en mi papá enfermo toda su vida. Ella trabajando todo el día sin verme. Yo al cuidado de una de mis abuelas, mi abuela Tita. La muerte de mi abuela Tita, la de mi abuelo Pedro -su padre- que ahora me vengo a enterar que tenía Alzheimer. Pienso en la estafa que tuvo que afrontar. Pienso en sus decisiones. En que no denunció a su amigo que robaba la plata de la escribanía y entonces la acusaron a ella. No sabemos si estuvo presa unas horas o no. Estafa al fisco es un delito penal. A esta altura debe más de dos millones de pesos. La inhabilitaron. Empezó a perder peso. A olvidar. A no querer recordar.
Le alcanzo la toalla. Es una que usaba para ir a la playa. Tenía nombre y todo "ladelaplaya". Ella la ponía en su bolso, junto con el termo y algún saquito y el rayito de sol. Nada más. Y se iba a la playa. No nos esperaba. Le gustaba llegar sola.
Le doy la toalla. La agarra sin salir de la bañera y la moja. Por algún motivo no me enojo. Me doy cuenta de que no se lavó el pelo. Me resisto a aceptar que ahora no podrá lavarse sola. La hago entrar nuevamente y le lavo la cabeza, con toda la ternura que me sale. Que para mi modo de ver no es mucha.
La zanja seca en contacto con el agua.
Ella me mira. Tengo ganas de abrazarla pero no puedo.
Pienso en su vida mientras le tiro agua con un jarrito y me dice que está muy caliente. Pienso en cuánto de todo aquello tengo sobre mis espaldas. Pienso que debo sacárme ese peso lo antes posible. Pero todavía no sé cómo.

miércoles, 19 de febrero de 2014

El saco con florcitas

Responder a pedidos ilógicos, necesarios,envueltos en la urgencia. Pedidos ilógicos como un saco en pleno verano, pero no "un" saco sino aquél. El que se está lavando. Responder una y mil veces que se está lavando. Asistir en el medio a lo que parece la comprensión: "ah, no me acordaba" y volver a vivir la experiencia. Una y otra vez. Como en un random.
Saber que lo mejor es traer el saco. Secarlo. O no. Pero traerlo.
La inquietud de no tenerlo se multiplica en ella y me persigue: "Si tuviera mi saco". Búsquedas infructuosas por toda la casa se hubieran evitado con tan solo ir y buscarlo y dárselo. Y si se lo ponía mojado ¿qué podía pasar? si total hace calor.
Se evitarían varios problemas con tan solo ceder.
A veces hay que ceder. A la lógica y a la no lógica. Eso no importa casi nunca. Al menos por aquí.
Quisiera entender ya no solo con mi cabeza, que para el otro un saco, el saco con florcitas, el saco de manga larga y florcitas, al único que le quedan botones, ese que es "suavecito", ese que no le hace "así" y no la deja toda apretada... entender que para el otro no, entender que para ella, para mi madre, ese saco es lo que necesita para estar tranquila.
Entender, al mismo tiempo, que tengo todo el poder para darle esa tranquilidad.
Y dársela.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Torta de queso

Qué pensará don Antonio mientras empuja la puerta. Puedo ver los pies arrastrándose, el pantalón desgastado, el hilo que reemplaza un cinturón, un cinturón que habrá tenido sus iniciales cuando era dueño del campo. Qué pensará don Antonio mientras entra, saca un número, le tocó el 068, camina, busca en sus bolsillos un billete de dos, lo estira me lo muestra y me señala los miñoncitos con la mano temblorosa y las uñas largas.
Le pongo siempre de más, sé que mientras me doy vuelta para guardar el pan se mete algunas pepas, de las de 9 pesos el cuarto, en la boca. No sé por qué no las guarda, en lugar de masticarlas todas juntas. Espero un poco antes de girar y entregarle la bolsa.

Me mira como diciendo “vamos que no tengo todo el día”. Le pregunto bien fuerte “cómo anda don Antonio” y me sonríe al límite de perder la dentadura. 

(Comienzo de Torta de queso) 

martes, 11 de febrero de 2014

Por suerte existe el ferné

SED
Un chacho me pedí. Se suponía que tenía que pegarme. Las chicas se desparramaban por los sillones de Grisú y yo, como si nada. Fumaban. Fumaba. Se suponía que era así: emborracharse, fumar, bailar. A la hora, más o menos, estaban transando con alguien y sin moverse del sillón de cuero rojo.
Yo me quedaba ahí también pero no pasaba nada. Ni siquiera podía quedarme dormida porque me molestaba la música y el boludo del coordinador, que igual era un copado, hacía movimientos para que lo siguiéramos.  ¿Cómo se llamaba? Terminaba con ito… Miguelito, Ramoncito… no me acuerdo. Tenía una sonrisa gigante, de eso sí me acuerdo y nos caíamos bien. A él le gustaba que yo supiera las letras de las canciones en inglés. Todas las de Roxette de memoria.
 Julito, Julito se llamaba.
A la hora de los lentos, Julito venía y me traía un trago. Es Sex on the beach, me decía y me traducía. Ese trago era una porquería. Igual que Séptimo Regimiento. No sé cómo sobrevivió el hígado. Entre los chupitos, los martinis y los gancias que tomábamos. Por suerte ahora existe el ferné.
Listen to your hart, there´s nothing else you can do… cantaba con el trago agarrado con las dos manos sobre mi panza, las piernas ligeramente abiertas, la cola derretida sobre el cuero rojo. Ni siquiera podía quedarme dormida. Y a Julito no le daba para hacer la coordinación en los lentos. El tema que mejor le salía era Es la hora de jugar, de Xuxa. Explotaba todo. No sólo lo seguíamos nosotros sino todo Grisú.
En Grisú fue.  Fue el principio y fue el fin. Sweet dreams de fondo, el último tema medio lento antes de la ronda ochentosa movida. Me sacó el sex on the beach. Mis manos quedaron haciendo un circulito. Lo miré y me di cuenta de que iba a besarme. El principio.
Voy al baño, le dije.

El fin. 
(Comienzo de Por suerte existe el ferné, en proceso)

Pasará mañana

Gracias a las tragedias familiares aprendí que no hay que dejar que un niño corra cerca de la cacerola donde hierve la leche, que el mismo niño puede quemarse vivo si un calefactor explota mientras se frota las manos para evitar el frío, que la peor respuesta a una infidelidad es dejar de comer y que si elegís suicidarte hay que tomar hasta la última pastilla del frasco.
Encima de que se le murió el hijo quemado por la imprudencia de un gasista o porque nunca fue tan precavida como para hacer la instalación con salida al exterior, encima de eso, encima de que, supuestamente por tanta tristeza, su marido la engañara con una vecina del mismo edificio, encima de eso, cuando mi tía Nadia decidió por fin terminar con todo, los médicos que la atendieron en la guardia descubrieron que tenía "alta tolerancia a los fármacos". Y las pastillas esas que tomó para matarse sólo consiguieron que todo el mundo le tuviera más lástima. Incluyéndola.
De a uno íbamos pasando a la terapia intermedia donde se encontraba. Entré cuando salió mi abuela. Lloraba y preguntaba por qué sin que nadie pudiera responderle. Se refugió en los brazos de mi viejo que miraba a su cuñado, a Orlando, el marido de Nadia. El culpable de todo: de no haber hecho la instalación, de buscar consuelo en la vecina, de que mi abuela llorara.
(Comienzo de Pasará mañana, novela) 

La Boca

Hay una pareja que no es una pareja. Es un hombre que toma la mano de una mujer.
Son cerca de las seis de la mañana. Van caminando por una plaza que no es plaza. Son caminos traseros, arbolados, de unas torres que hay cerca del final de Puerto Madero. Van en silencio, apurados. De la mano. Parecen niños pero no lo son.
Si lo fueran habrían seguido durmiendo abrazados. Mezclados. No hubieran estado desnudos, expuestos en el abrigo de sus cuerpos cansados, dolidos pero húmedos. Si fueran niños no se habrían besado como lo hicieron pero igual se hubieran dicho te quiero.
Si fueran niños, quizás, no se hubieran conocido.
Los une, justamente, el dolor de ya no serlo.
De ser un hombre y una mujer caminando entre edificios y árboles.
De la mano.


sábado, 8 de febrero de 2014

Cansancio

El cansancio baja. Siempre baja. Va de arriba a abajo. Se aloja entre los ojos y los toma por el lagrimal, como si fuese dolor, como si fuese llanto. Pero no, es cansancio. Cansancio que baja y tira la cabeza hacia delante. La espalda se vence: lleva encima el peso de los días, de los muertos, de lo cotidiano, de lo enfermo, de lo inevitable, del sinsentido. Pero cuando por un momento el cansancio cede, tibiamente aparecen las ganas, un nuevo deseo y entonces, en los ojos florece el reflejo de la vida y las lágrimas -que nunca cayeron- son vencidas por cansancio.

La loca del tapado negro

En las casas de techos altos el frío se instala con la fuerza de la grasa a los azulejos que bordean la cocina. No sale. Aunque te abrigues. Aunque frotes.
Es por eso que cuando baja las escaleras hacia la calle y camina por los pasillos también altos y fríos del edificio, se alegra de haberse puesto esas botas de pielcita que se compró en un viaje, y la camiseta de manga larga, y el pulóver negro y el polerón gris que dice “Rock play it for me” bajo un tapado negro de invierno. Lamenta, casi siempre, haberse olvidado los guantes. Y no le importa en lo más mínimo que el jean que se puso le quede grande y la ropa esté un poco vieja. Después de todo, es invierno y la gente no anda fijándose cómo se viste. Hay prioridades y la prioridad en invierno es abrigarse.
Pero afuera la cosa es diferente.
Afuera está el sol. Y el sol calienta. A las cuatro de la tarde, y después de una caminata intensa, el frío de la casa de los techos altos se evapora, se deshace, se va.
Entonces piensa nuevamente algo recurrente: tendría que haberse vestido mejor, aunque sólo esté yendo a hacer este trámite estúpido. Al menos así se podría haber sacado el tapado. Pero ahora no. Ahora se lo tiene que dejar puesto así le tapa la ropa gastada, la esconde, aunque muera de calor.
Trata de ir más despacio para no generar más temperatura pero al hacerlo se da cuenta de que a ese ritmo llegará tarde. Si va por la sombra seguramente todo mejore ¾piensa¾ pero se equivoca. Se mira en la vidriera del Banco Patagonia, el reflejo perfecto de su figura abrigada: definitivamente tendría que haber dedicado un minuto a escuchar la temperatura y tres minutos a cambiarse. Incluso podría haberle dedicado un minuto a peinarse y sólo habría salido cinco minutos tarde, pero confiada, decidida, coherente. No pareciendo la loca del tapado negro.

Después de todo le faltan unas cinco cuadras y llega. Se trata de un trámite sencillo: buscar unos estudios y volver a la casa de pasillos fríos. Con cuánta gente podría cruzarse. Qué posibilidades hay de que justo un día como hoy se encuentre con alguien que quiera hablarle.  

martes, 19 de noviembre de 2013

Otra cosa


Siempre está pensando en otra cosa. Entonces no recuerda si habló, si le hablaron, qué día es, su cumpleaños. No es que no piensa. Piensa en otra cosa. Piensa en la muerte de sus hermanas. Por eso cuando alguien dice “se murió”, “se suicidó”, “accidente”, o “cáncer” para la oreja. Y a veces hasta logra repetir lo que escuchó.
Hasta el hartazgo.
Y en la tele dicen mucho “muerte”, “asesinato” y “enfermedad”. También debe pensar en el sexo o en que no debe pensar en el sexo porque cuando alguien dice “coger”, “eyacular” o simplemente “relaciones sexuales” también lo retiene. Pero se enoja un poco. Como que de eso no está bien hablar. Lo refiere para reprobarlo. Eso recuerda: que de eso no está bien hablar, de eso, del sexo y entonces recuerda el sexo y vuelve a reprimirlo.
También retiene “infidelidad” y “gordura”, “sobrepeso”, “anorexia”.

Mi mamá tiene Alzheimer. Se fueron borrando los trazos que delimitaban la lógica y  la irrealidad. Lentamente. Dolorosamente. Para ella y para mí. No digo para todos porque no somos más que ella y yo. Y eso también vuelve todo más doloroso.
Pienso en su mente como un castillo de arena. Quedan pocas huellas de las que se agarra. Quedan las monturas sobre las que edificó su pensamiento, su vida, su moral. Quedan todavía, la muerte y el sufrimiento. No queda el placer. No hubo entre sus estructuras nunca, un andamiaje para el placer. Entonces ahora tampoco está el placer en su discurso. Solo sonrisas. La sonrisa de siempre. Cada  vez más esporádica pero persistente. Sonrisa para afuera, por una causa, por un chiste en un programa de un sábado a la tarde, un chiste que no entiende pero que entienden los demás y se ríen y entonces ella también.
Porque todavía no quiere dejar de estar, de permanecer, de conectarse. Será por eso que también se acuerda de ver programas políticos y noticieros. Para saber, para estar al tanto, para decirme que me abrigue antes de salir, para avisarme que hoy a la noche va a llover, pensando que es domingo. 
Desde hace un tiempo me animo a apoyarme cada tanto contra su hombro. Y ella me acaricia el pelo, me dice que lo tengo precioso. No dice “hermoso”, dice precioso y yo cierro los ojos y a veces me dejo caer sobre su regazo. Entonces me acaricia la oreja, la cara y me sigue diciendo qué linda que soy. Y yo le digo que no. Y ella asegura que sí. Las manos están flacas, las uñas largas porque me atrasé y no se las corte después del último baño. La contextura física es cada vez más volátil, como si ella toda fuera un castillo de arena.
Pero me contiene.
Debe de haberle dado el sol a la arena con la que está hecha mi mamá. Porque de ella emana un calor que me envuelve. Y a veces rechazo.
Porque me quema verla así.
Me quema por dentro.
Mi estructura es de hierro y le escapo al calor.
No hay lugar en mis molduras para la flaqueza, ni para el descanso. Hay recovecos extraños, imaginarios que a veces me permiten reír desde adentro. Sé, mi mamá siempre me lo avisó, que la vida es dura. Que hay que aprovechar los momentos lindos porque enseguida vienen los feos. “Es como el debe y el haber”. Y siempre viví con miedo los momentos lindos. Ahora el miedo está en la estructura, en el frío del hierro, en su rigidez. El miedo.
Miedo a no saber sostenerla a pesar de su fragilidad. Miedo a que se me escape la vida, el amor, la soledad, por sostenerla y que se siga escapando entre mis andamios oxidados.
Mi estructura es de hierro y le escapo al calor.
Pero lo necesito.
La contradicción permanente de vivir.
De vivir entre los otros.

De ser por momentos los otros. Ser ella y pensar que mi vida fue una mierda. Ser ella y pensar que se me acabó la lucidez para no recordar tanto dolor. Sentir el dolor. Sentirlo ahora, tanto. Tanto que nunca me lo habría podido imaginar. Como quien dice un millón de dólares. Un concepto. Dolor acumulado. Dolor de todos los que vivimos. Y vemos pasar la vida pensando en otra cosa.

Llueven sapos

Cuando se acercaba la tormenta, la casa se llenaba de sapos así que con el tío, les atábamos un piolín y los sacábamos a pasear como si fueran mascotas. ¿Qué es un piolín, pa? Es como una soga. Bueno, en este caso eran cordones o lo que encontráramos que sirviera de correa. Sonreí y le pedí que me contara más. 
De ahí viene la expresión, “llueven sapos”. Antes de la lluvia y sobre todo en verano, empezaban a caer del cielo de a cientos, me dijo señalando hacia arriba. Cuando lleguemos -le dije- voy a hacer lo mismo que vos y el tío. Bueno pero ojo, que hay que saber distinguir a los sapos de los escuerzos. ¿Qué es un escuerzo? Es un sapo pero que si te hace pis en los ojos te puede dejar ciego… Y ¿cómo te das cuenta cuál es cuál? Los escuerzos son más grandes y más gordos.
¿Y qué más, pa? ¿Cómo, qué más? Claro, qué otra cosa pasa allá. Bueno -dijo mientras abría la puerta de casa para salir- el calor es tan tremendo que la gente duerme en las piletas… así que más te vale que hayas guardado la malla en el bolso. Puso su sonrisa de costado y me pellizcó el cachete antes de darme un beso, decirme portate bien ¿eh? y verme subir al auto de mi abuelo, un opel color champagne que por entonces era casi un último modelo.
Me acomodé en el asiento de atrás. Justo en el medio de mi prima y sus muñecas, y mi tío Pato. Adelante, mis abuelos. Iba a ser un largo viaje. Ellos, mis abuelos, habían nacido en Casbas. Allí se habían conocido, enamorado y tenido a mi papá hasta que la enfermedad de mi tío los había hecho irse.
Como siempre, yo había averiguado todo lo que podía de ese lugar que nadie me podía decir si era pueblo o ciudad. Sabía que cerca de la entrada todavía estaba la casa en donde había nacido mi papá. Que ahí vivía mi bisabuela la mitad del año, con una hermana de mi abuela. Que ahí la gente se conocía y que todos sabían todo de todos. En el auto, mi prima también me contó que ahí vivía un primo nuestro que era experto en ring raje. Que ese verano nos estaba esperando para hacer “su obra maestra”. Me lo contó en secreto y bajó aún más la voz al decir “su obra maestra”. Cuando llegáramos, durante la siesta, lo íbamos a acompañar hasta una casa en donde el timbre sonaba ding dong y él le iba a poner cinta scotch para que sonara ding dong ding dong sin parar. Nos estaba esperando para  hacerlo porque si lo agarraban teníamos que decir que habíamos sido nosotras: a él lo conocía todo el pueblo y a su papá más. Mi prima lo había arreglado todo con él, en un viaje que había hecho con mis abuelos el verano anterior. Ella también me contó que íbamos a parar en la casa de este primo, que tenía pileta, un padre médico y una mamá con cara de ángel.
Tardamos 16 horas en llegar. La casa era enorme pero todos se habían concentrado en una especie de quincho abierto junto a la pileta. Tanto tiempo, tanto tiempo, decían y nos abrazaban. Déjenlos en paz que deben estar cansados, ordenó mi bisabuela con ese acento andaluz que nunca se quiso quitar de encima, y pronto estuvimos repartidos en las habitaciones. A mi prima y a mí nos tocó la de acolchados floreados y estantes con peluches. Tenía una ventana que daba justo a la pileta. Vení, mirá, me dijo mi prima y nos asomamos. Ves aquel rubio. Sí. Bueno, ese es Lucas, nuestro primo el del ring raje. ¿Y los otros? No sé, supongo que amigos de él. Vamos, dijo mi prima y bajó las escaleras corriendo, lista para la pileta. Yo no encontraba la malla por ningún lado, me sentía un poco cansada y me dolía la panza pero me apuré y salí corriendo detrás de ella. Al segundo estábamos en el agua, jugando la mancha acuática más divertida del mundo con cuatro chicos que se habían aprendido nuestros nombres. Me pareció ver un sapo entre las hojas bajas de una enredadera y pensé en mi papá. Presentí que ese sería el mejor verano de mi vida y que tendría mucho para contarle.
Acompañame a la habitación, me dijo mi prima de golpe. No hubo forma de decirle que no, ni de saber por qué quería que nos fuéramos de la pileta. La seguí, como siempre. Hacé lo mismo que yo, me dijo como si hiciera falta, y se puso una toalla en la cintura. Eso hice y nos tiramos en las camas con todo el cuerpo mojado, a jugar con sus muñecas. ¿Por qué te quisiste ir de la pile? Porque sí. ¿Te duele la panza? No, me dijo y me preguntó ¿a vos? Un poco, le dije. ¿Por qué no le decimos a la abuela? No, dejá, no me duele tanto, sigamos jugando. Bueno, pero me voy a cambiar la malla que tengo frío, además, nos van a retar si no.
Cuando salió del baño totalmente cambiada y peinada con una vincha blanca, entré yo. Tiré la malla a un costado para ponerme un short y una remera. Mi malla era de mi color preferido, verde petróleo, con unas rayitas naranja a los costados, por lo que el rojo sangre que pude ver en la parte de la entrepierna me paralizó.
Supe instantáneamente que tenía que ocultarlo. Pasé de lavar la malla a mano y con jabón de tocador a inspeccionar en el baño por algo para no mancharme más. ¿Estás bien? Me preguntó mi prima desde la habitación. Yo vuelvo a la pile, vos quedate si te duele la panza. Sí, sí. Estoy bien, andá. ¿Se habría dado cuenta mi prima? Mejor no preguntarle. A la primera de cambio le diría a mi abuela y todos estarían felicitándome porque ahora era señorita. 
¿Estás bien, querida? Tu prima me dijo que te dolía la panza y por eso no bajabas a la pileta. Sí, sí, estoy bien, abue, ahora voy. Bueno, vamos a tener que decirle al tío que te revise si seguís con ese dolor, dijo mientras se alejaba por la escalera. Sentada en el inodoro como estaba, traté de reconstruir el camino a la ruta que me devolvería a casa. No pude. Esa misma noche levanté fiebre. Al día siguiente, no tuve fuerzas para escapar a la revisión de mi tío médico. Fue terminante: tiene otitis, dijo. Si para mañana no le baja la fiebre, recomiendo darle Novalgina inyectable así nos quedamos tranquilos. Estaba parada frente a él, en el consultorio que tenía en otra parte de la casa. Mi tía con su cara de ángel me decía que no me preocupara. Mi abuela renegaba porque siempre había problemas.
¿En dónde? ¿En dónde qué, corazón? Preguntó mi tía. ¿En dónde me tienen que dar la inyección si no me baja la fiebre? En la cola, pero no te preocupes que ni la vas a sentir. Me largué a llorar y salí corriendo. Por ningún motivo iba a bajarme la bombacha. Corrí y, a las dos cuadras, encontré a mis primos acercándose a la casa del timbre ding dong. La “obra maestra” estaba en su etapa inicial. Mi primo sacó la cinta scotch del bolsillo del pantalón y cortó con la boca un pedazo. La colocó con cuidado sobre el timbre. Nos miró. Prepárense, dijo, y deslizó su dedo de un extremo al otro de la cinta. El corazón me latía a mil por hora. Diiing escuchábamos mientras nos escapábamos. La risa no nos dejaba correr bien ni escuchar. Diiing. Frenamos atónitos. ¿Y el dong?
Del espanto por el resultado de su experimento, mi primo había quedado petrificado en medio de la calle. Mi prima y yo lo llamábamos desde la esquina. Sentí que me manchaba el short, vergüenza y miedo. Estaba transpirada por la fiebre y tenía cada vez más pánico de que me descubrieran. Ocultar la mancha, que frenara la sangre. Eso quería. Lo agarraron, tenemos que ir, ordenó mi prima y me agarró la mano para acercarnos. Lucas, de frente a nosotras, nos miró sin entender. La dueña de la casa le decía cosas horribles. 
Fuimos nosotras, dijimos. 
La señora se dio vuelta y nos llevó a los tres casi arrastrando a lo de mis tíos. Mi primo repetía sin parar que nos iban a sacar la pileta, que nunca más nos iban a dejar volver a pasar las fiestas con ellos, que lo perdonáramos, que lo perdonáramos.
Como era de esperar, hubo castigo, pero no me importó. Pensaba en mi sangre y en cómo esconderla para siempre. 
Al rato se acercó una tormenta que puso el cielo violeta a las cuatro de la tarde. El entusiasmo inundó la casa, prepararon paraguas, cámaras de fotos, piolines y pronto estuvieron todos listos afuera para ver los sapos que parecían caer del cielo. 


miércoles, 17 de julio de 2013

Corazón de melón

"Corazón de melón, el año que viene me caso con vos." 
Ángela se hamaca.
El calor de la siesta se apelmaza con el silencio de las manos sucias, las uñas con tierra se aferran a la soga de la hamaca.
Adelante, piernas estiradas, atrás, dobladas, adelante, piernas estiradas, atrás, dobladas.
Patear unas piedras al bajarse es casi una costumbre. Inventar escondites para las piedras y para las hormigas, y para las muñecas… ¿Dónde está la Barbie rubia que ella sabe que no es Barbie pero no importa? ¿Y el aro para hacer ula – ula? Mira para arriba. Ya lo recordó, el aro cuelga de una rama y ha decidido treparse. Nadie puede decirle que no. Todos duermen. La noche fue larga.
Después de los regalos, como siempre, salieron a ver los fuegos artificiales de los vecinos, hablaron de lo mucho que gasta la gente en “esas cosas”, de que igualmente “cada vez se festeja menos”. Su abuela, su madre, su padre y ella. Todos afuera.
Ahora, todos adentro, duermen una siesta arrolladora. La sidra de la noche y el vino del mediodía se combinaron con el calor de las dos de la tarde. Los platos quedaron sobre la mesa. Las moscas sobre el pan dulce.
Ángela sabe que no debe despertarlos. El silencio es un amigo traicionero. Debe ser cautelosa. Se acerca despacio al árbol al que deberá treparse. Mira su aro colgando de la rama. Casi no se mueve. Todo está detenido.
Ángela baja la mirada de la rama al árbol. Se imagina haciendo girar su ula-ula, como la noche anterior. Como siempre, nadie se acordó de comprarle estrellitas para hacerlas girar en noche buena. Pero por suerte vino el vecino, el de los fuegos, a saludar. “Feliz Navidad”, y atrás su mujer y sus hijos, Martín y Diego.  Diego le convidó una estrellita encendida y empezaron a hacerlas girar. Ángela, vincha con flores, dio vueltas y mil vueltas mientras reía a carcajadas, el vestido con volados se abría haciendo olas.
Su mano chiquita, con las pulseras que le trajo Papá Noel puestas, acaricia el árbol. Lo rodea caminando despacio entre las raíces para no caerse. Encuentra una raíz que sobresale bastante. La usa para alcanzar una rama y se impulsa. Todavía el aro está lejos pero cree que va a lograrlo. Se arrepiente de haber jugado a hacer volar el aro tan alto. Se detiene en un recoveco del árbol que le gusta. Ahí se siente como en un nido. Se entretiene con unas hormigas que van hacia la rama del ula-ula. Las ayuda a avanzar. Las hace subir a sus dedos y las deposita más adelante en la rama. Se estira para ayudarlas más. Ahora tiene que tener cuidado de no matarlas mientras se trepa. Mueve su mano. Las pulseras chocan entre sí y hacen el mismo ruido que las pulseras de su mamá. Qué linda es su mamá. Ángela imagina que es tan linda como ella. En Navidad, su mamá llora y su abuela también. Se abrazan y toman pero no brindan como ella vio que brindan en año nuevo su papá y sus tíos. Toman y lloran y después se van a dormir. En el medio abren los regalos que siempre es uno para cada uno, menos para Ángela que siempre recibe dos. Este año fueron las pulseras de colores que hacen ruido y un cuaderno con un lápiz mágico que escribe con brillitos. Ángela se acuerda del cuaderno y le dan ganas de ir a buscarlo para escribir ahí bien grande “qué linda es mi mamá” y “cómo te quiero papá”. Se queda pensando. También escribiría “qué tonto es mi vecino Martín”. Y dibujaría alrededor un círculo como el del ula-ula pero de color rojo.
Diego no es tonto, piensa Ángela. Diego fue el que le regaló la estrellita. Qué linda la estrellita, piensa Ángela. Eso también escribiría pero “estrellita” es una palabra muy larga, así que la dibujaría. Eso haría, escribiría “qué linda la” y dibujaría una estrella y la pintaría de amarillo.
Pero la estrellita se apagó en seguida, y se quedó con el palito en la mano esperando otra. Fue entonces cuando Martín, que no había dejado de mirarla fijo mientras ella giraba y giraba entre la chispa de la estrella, congeló su sonrisa hasta convertirla en llanto.
“Papá Noel no existe”.
Ángela lo negó.
Martín se lo repitió.
“Papá Noel no existe”
Ángela corrió y se acurrucó en el mismo lugar en el que estaba ahora, en el árbol frente a la hamaca. Ángela lloraba. Quizás por eso lloran siempre mamá y la abuela, pensó.
Hasta allí fue su padre y se metió junto a la niña en el hueco del árbol. La abrazó fuerte. No quería consolarla sino animarla a llorar. La acunó como si fuese un bebé, como si fuera su bebé, mientras le cantaba como siempre “Corazón de melón, el año que viene me caso con vos”.
Ángela se quedó dormida y amaneció en su cuarto.
Tuvo la sensación de haber soñado mucho.
De haber soñado todo.

La sensación de haber perdido algo pero también, de haber encontrado todo. 

Botines


Mientras la pava con agua para el mate hervía sobre la hornalla, Claudio decidió llamar por el aviso -alguien buscaba jóvenes con ganas de progresar y pagaba trescientos pesos más comisión- con la ilusión de que luego de un mes de trabajo podría al fin comprarse los botines.
            Los botines eran blancos, con tapones de diez milímetros y lengüeta negra, y desde hacía un mes Claudio los veía en la vidriera del local que quedaba frente a su casa. A veces entraba al negocio para confirmar el precio, otras para asegurarse de que todavía quedaba algún par número cuarenta y tres o para averiguar, con la esperanza de al menos poder tocarlos, si eran aptos para distintas superficies.  
Frente al mostrador del local, el botín en su mano izquierda, se imaginaba en la cancha: una gambeta tras otra, una pared de taco, un pase de sombrerito, el centro de su compañero y él que la paraba de pecho y hacía un gol de chilena. Sonrió y la empleada le devolvió la sonrisa mientras le preguntaba si los llevaría. Claudio dijo que todavía no, pero que los compararía a fin de mes cuando cobrara el sueldo de un trabajo que acababa de conseguir. La empleada le aclaró, como siempre que Claudio iba al local, que no podría guardárselos si no los señaba y esta vez le sugirió que se apurase porque no quedaban más que dos pares de su número.
            Claudio agradeció la información y salió apurado, más decidido que nunca a llamar por el aviso. Pero entonces, un pensamiento lo detuvo: ¿Y si llegaba un nuevo stock de botines? Volvió a entrar y le hizo esa pregunta a la empleada que todavía sonreía. Ella tomó un anotador y una birome y le dijo que se quedara tranquilo. Le pidió su nombre y debajo del “Claudio” que escribió con letra imprenta, anotó el teléfono. Ella lo llamaría no bien recibieran más botines. Aunque, le aclaró, no podía asegurarle que entraran más.
            De regreso a su casa, Claudio decidió dar una vuelta manzana para pensar si valdría la pena llamar por el aviso. Después de todo, si se vendían los dos pares antes de que pudiera señarlos habría trabajado para nada. Repetía en su mente lo que le había dicho la empleada, nadie podía asegurarle nada. Casi llegando a su casa y con un nerviosismo que empezaba a notársele, se preguntaba quién sino los dueños del negocio podrían saber si habría o no más botines, qué tan oculto y misterioso era el funcionamiento universal de la renovación de stock, qué poderoso ser manejaría a su antojo la mercadería que se entrega en cada comercio del mundo.
            Casi lo pisa un auto cuando corría de vuelta al local. Entró resuelto: no se iría sin una respuesta concreta, de modo que le planteó a la empleada su necesidad de saber si llegarían más botines o no, y si contaba con un mes de plazo para comprarlos, porque si no recibían más, él mejor ni se presentaba a su primer día de trabajo.
A la empleada le daba lástima decirle que hacía un minuto le habían comprado otro par y que ya sólo quedaba uno en su número, pero no bien Claudio terminó de hablar se lo dijo. Él retrocedió dos pasos y se tomó la cabeza con las manos mientras ella trataba de calmarlo; lo llamaba por su nombre y juraba que le avisaría si llegaban más, que quizás el par que quedaba no se vendiera nunca, que por favor se tranquilizara, que después de todo un par de botines no era algo tan importante.
Claudio, aún alterado, la miró fijo durante unos segundos. Parecía que iba a gritar, pero en lugar de eso, sonrió y le preguntó el nombre con la excusa de que ella sabía el de él: se llamaba Romina y al decirlo se sonrojó. Claudio, con el tono que hubiera usado su abuela, reconoció que era un lindo nombre y luego le preguntó qué era lo importante para ella.
Romina volvió a sonrojarse y con la mirada hacia abajo le respondió que sin dudas, lo más importante era el amor. La familia, la salud, el trabajo... dijo después, y ahora sí miraba a Claudio que le dio la razón y la invitó a tomar un café: él pasaría a buscarla a las siete cuando cerrara.
Al salir del local, no pudo evitar detenerse para ver una vez más aquellos botines en la vidriera. ¿Y si los de exhibición eran de su número? Por un momento sintió que aún tenía esperanzas, pero ¿y si el único par que quedaba era ese? Se contuvo: en lugar de entrar otra vez al negocio esperaría hasta la tarde. Regresó a su casa, comió un plato de fideos con manteca y queso y se acostó a dormir la siesta. Despertó unos minutos después de las cuatro pero se quedó en la cama hasta las cinco mientras pensaba a dónde llevar a Romina, qué ropa usar y cómo sacarle información útil sobre los botines.
A las siete menos cinco, Claudio esperaba a Romina en la puerta del local con un ramo de fresias en la mano. Romina aún usaba la ropa con la que había trabajado todo el día pero se había soltado el pelo y estaba maquillada de tal forma que parecía haber pasado horas dedicada a su aspecto. Al verlo con las flores todos los comentarios que sus amigas le habían hecho por teléfono cuando ella las llamó para contarles perdieron sentido: ya no tendría cuidado, al fin y al cabo ella sabía reconocer a una buena persona. Si se manejaba con demasiada prudencia quizás volviera a perder una oportunidad de conocer a alguien que valiera la pena.
Agradeció las flores, besó a Claudio en la mejilla y caminaron hasta un bar que quedaba en la esquina del  negocio y que se llamaba El mal de la costumbre. Tal como lo había planeado, Claudio tomó el nombre del bar como excusa para iniciar la conversación. Ella era tímida pero respondía cada vez con mayor gracia y soltura a sus comentarios, ya no se ponía nerviosa cuando tenía que hablar ni se sonrojó cuando él le apartó el pelo de la cara y le preguntó si ya alguien le había dicho lo hermosa que era.
Sin esperar respuesta, y como lo había pensado, deslizó su mano por detrás del cuello de Romina y la acercó para besarla. Después le dijo que le gustaba mucho y que se moría de ganas de invitarla a su casa, pero pronto le aclaró que era mejor conocerse antes un poco más, ir despacio, tener algo en serio. Entonces le preguntó por sus sueños y ella le contó que ese día había faltado a su clase de danza para estar con él, que soñaba con bailar en el Colón pero que para eso se necesitaba disciplina y dinero y con el trabajo en el negocio era tan difícil... Claudio la dejó hablar hasta que ella le preguntó cuál era su sueño.
Había esperado esa pregunta durante toda la tarde, pero no debía dejarse llevar por la ansiedad. Le confesó que su sueño era jugar en primera; de la manera más detallada que pudo hizo analogías entre la danza y el deporte, entre ser goleador y ser primera figura, habló del arte del fútbol y de la danza como expresión popular, hizo paralelismos entre los actos que componen las obras y los tiempos de los partidos, enumeró las similitudes entre Maradona y Nureyev hasta que por fin, comparó lo necesarias que resultaban para ella las zapatillas de ballet y lo indispensables que eran para él aquellos botines blancos.
De pronto, la sonrisa con la que Romina había escuchado las ideas de Claudio quedó congelada. Dudó por un segundo entre decirle algo o llorar pero prefirió dejarse llevar por un impulso y darle una cachetada con la mano abierta.
La marca en la cara de Claudio duró dos días enteros en los que no salió de su casa. Cuando por fin tomó coraje, se dirigió al local y, como de costumbre, fijó su vista en la vidriera.
Detrás del cristal, mientras le mostraba un exclusivo modelo de tobillera a un cliente, Romina sonreía. Claudio notó que mientras lo hacía se le formaban hoyuelos; un pequeño lunar negro sobre la boca, la tez blanca y algo rosada en los pómulos, el pelo cobrizo y los ojos verdes: solo ahora podía comprender lo hermosa que era ella en verdad.
Desde entonces, Claudio se acerca al local para ver a Romina a través del vidrio.

A veces, con la excusa de preguntar por los botines que aún continúan en vidriera, entra para ver más de cerca su hermosura. 

La tía Cata


¿Por qué habré soñado con la tía Cata? ¿Será el aniversario de su muerte hoy? No, estamos en marzo, ella murió en abril. Cómo la extraño. Lástima que no se cuidó más del corazón. Cómo me gustaría verla. Quisiera que se me aparezca, que me diga qué hacer con mi vida, qué hacer con Juliana…
            Creo que si la tía conociera a Juliana no le caería bien. A la tía Cata no le gustaba ninguna de mis novias. De Juliana diría que no sabe hacer ni un huevo frito. Y es verdad, Juliana está orgullosa de eso. En cambio la tía Cata cocinaba como nadie. Preparaba unos pastelitos de membrillo increíbles. Seguro que no le caería bien Juliana. Diría que tiene ideas raras o algo así porque ahora fue a la marcha que organizaron los chicos de la facu. En realidad yo podría haber ido, podría haberle dicho que sí a Juli, pero me da un poco de cagazo. ¿Si hay cámaras y quedo escrachado? Mejor así, tranquilo en casa, total qué puede cambiar si voy. Estuvo mejor dormirme esa siesta y soñar con la tía Cata, le voy a contar a la vieja después, se va a poner contenta.
            En realidad, se llevaban  bastante mal  mi vieja y la tía Cata pero creo que en fondo mi vieja la extraña también. Tan mal se llevaban que un día la tía Cata la ató a una silla y la amordazó para que no saliera con mi viejo. Decía que mi viejo era sucio y vago. Cuando mi vieja me contó esa historia me dieron ganas de matar a la tía pero después la entendí completamente.
            De hecho a mí mismo, más de una vez,  me dieron ganas de amordazar a mi vieja de por vida.  Pero creo que me faltó coraje. La tía Cata nunca tuvo miedo de nada, iba siempre al frente. Me decía que yo era un maricón, que nunca me animaba a hacer lo que sentía. Me decía que ella me iba a enseñar a ser todo un hombre. Una vez me mostró sus pechos y me hizo tocarlos. Me hizo rozarlos con mi boca. No me dio asco. Tenían gusto a sus pastelitos de membrillo.
            Y ese ruido. ¿Tía Cata? ¿Sos vos? Debe ser la puerta del lavadero pero me da miedo ir a ver.
            ¿Por qué habré soñado con la tía Cata? En el sueño la tía Cata se acostaba en nuestra cama. Juliana dormía y yo sólo miraba cómo la tía Cata se desnudaba y empujaba a Juliana de la cama. 
            ¿Otra vez ese ruido? ¡Tía Cata! ¿sos vos?
            Ya no tengo miedo, tía Cata. Entendí tu mensaje. A veces yo tampoco soporto a Juliana. Es buena pero tiene ideas raras y no sabe cocinar. No bien llegue de la marcha le digo que no quiero verla más.
            A vos quiero verte. Ahora quiero verte.
            Ya no voy a ser un maricón. No voy a tener miedo esta vez.
            ¿Sos vos tía Cata?

            Casi puedo verte. Casi puedo tocar tus pechos de membrillo.