Ángela se hamaca.
El calor de la siesta se
apelmaza con el silencio de las manos sucias, las uñas con tierra se aferran a
la soga de la hamaca.
Adelante, piernas
estiradas, atrás, dobladas, adelante, piernas estiradas, atrás, dobladas.
Patear unas piedras al
bajarse es casi una costumbre. Inventar escondites para las piedras y para las
hormigas, y para las muñecas… ¿Dónde está la Barbie rubia que ella sabe que no
es Barbie pero no importa? ¿Y el aro para hacer ula – ula? Mira para arriba. Ya
lo recordó, el aro cuelga de una rama y ha decidido treparse. Nadie puede
decirle que no. Todos duermen. La noche fue larga.
Después de los regalos,
como siempre, salieron a ver los fuegos artificiales de los vecinos, hablaron
de lo mucho que gasta la gente en “esas cosas”, de que igualmente “cada vez se
festeja menos”. Su abuela, su madre, su padre y ella. Todos afuera.
Ahora, todos adentro,
duermen una siesta arrolladora. La sidra de la noche y el vino del mediodía se
combinaron con el calor de las dos de la tarde. Los platos quedaron sobre la
mesa. Las moscas sobre el pan dulce.
Ángela sabe que no debe
despertarlos. El silencio es un amigo traicionero. Debe ser cautelosa. Se
acerca despacio al árbol al que deberá treparse. Mira su aro colgando de la
rama. Casi no se mueve. Todo está detenido.
Ángela baja la mirada de la
rama al árbol. Se imagina haciendo girar su ula-ula, como la noche anterior.
Como siempre, nadie se acordó de comprarle estrellitas para hacerlas girar en
noche buena. Pero por suerte vino el vecino, el de los fuegos, a saludar.
“Feliz Navidad”, y atrás su mujer y sus hijos, Martín y Diego. Diego le convidó una estrellita encendida y
empezaron a hacerlas girar. Ángela, vincha con flores, dio vueltas y mil
vueltas mientras reía a carcajadas, el vestido con volados se abría haciendo
olas.
Su mano chiquita, con las
pulseras que le trajo Papá Noel puestas, acaricia el árbol. Lo rodea caminando
despacio entre las raíces para no caerse. Encuentra una raíz que sobresale
bastante. La usa para alcanzar una rama y se impulsa. Todavía el aro está lejos
pero cree que va a lograrlo. Se arrepiente de haber jugado a hacer volar el aro
tan alto. Se detiene en un recoveco del árbol que le gusta. Ahí se siente como
en un nido. Se entretiene con unas hormigas que van hacia la rama del ula-ula. Las
ayuda a avanzar. Las hace subir a sus dedos y las deposita más adelante en la
rama. Se estira para ayudarlas más. Ahora tiene que tener cuidado de no
matarlas mientras se trepa. Mueve su mano. Las pulseras chocan entre sí y hacen
el mismo ruido que las pulseras de su mamá. Qué linda es su mamá. Ángela
imagina que es tan linda como ella. En Navidad, su mamá llora y su abuela
también. Se abrazan y toman pero no brindan como ella vio que brindan en año
nuevo su papá y sus tíos. Toman y lloran y después se van a dormir. En el medio
abren los regalos que siempre es uno para cada uno, menos para Ángela que
siempre recibe dos. Este año fueron las pulseras de colores que hacen ruido y
un cuaderno con un lápiz mágico que escribe con brillitos. Ángela se acuerda del
cuaderno y le dan ganas de ir a buscarlo para escribir ahí bien grande “qué
linda es mi mamá” y “cómo te quiero papá”. Se queda pensando. También
escribiría “qué tonto es mi vecino Martín”. Y dibujaría alrededor un círculo
como el del ula-ula pero de color rojo.
Diego no es tonto, piensa
Ángela. Diego fue el que le regaló la estrellita. Qué linda la estrellita,
piensa Ángela. Eso también escribiría pero “estrellita” es una palabra muy
larga, así que la dibujaría. Eso haría, escribiría “qué linda la” y dibujaría
una estrella y la pintaría de amarillo.
Pero la estrellita se apagó
en seguida, y se quedó con el palito en la mano esperando otra. Fue entonces
cuando Martín, que no había dejado de mirarla fijo mientras ella giraba y
giraba entre la chispa de la estrella, congeló su sonrisa hasta convertirla en
llanto.
“Papá Noel no existe”.
Ángela lo negó.
Martín se lo repitió.
“Papá Noel no existe”
Ángela corrió y se acurrucó
en el mismo lugar en el que estaba ahora, en el árbol frente a la hamaca.
Ángela lloraba. Quizás por eso lloran siempre mamá y la abuela, pensó.
Hasta allí fue su padre y
se metió junto a la niña en el hueco del árbol. La abrazó fuerte. No quería
consolarla sino animarla a llorar. La acunó como si fuese un bebé, como si
fuera su bebé, mientras le cantaba como siempre “Corazón de melón, el año que
viene me caso con vos”.
Ángela se quedó dormida y
amaneció en su cuarto.
Tuvo la sensación de haber
soñado mucho.
De haber soñado todo.
La sensación de haber
perdido algo pero también, de haber encontrado todo.