miércoles, 17 de julio de 2013

Corazón de melón

"Corazón de melón, el año que viene me caso con vos." 
Ángela se hamaca.
El calor de la siesta se apelmaza con el silencio de las manos sucias, las uñas con tierra se aferran a la soga de la hamaca.
Adelante, piernas estiradas, atrás, dobladas, adelante, piernas estiradas, atrás, dobladas.
Patear unas piedras al bajarse es casi una costumbre. Inventar escondites para las piedras y para las hormigas, y para las muñecas… ¿Dónde está la Barbie rubia que ella sabe que no es Barbie pero no importa? ¿Y el aro para hacer ula – ula? Mira para arriba. Ya lo recordó, el aro cuelga de una rama y ha decidido treparse. Nadie puede decirle que no. Todos duermen. La noche fue larga.
Después de los regalos, como siempre, salieron a ver los fuegos artificiales de los vecinos, hablaron de lo mucho que gasta la gente en “esas cosas”, de que igualmente “cada vez se festeja menos”. Su abuela, su madre, su padre y ella. Todos afuera.
Ahora, todos adentro, duermen una siesta arrolladora. La sidra de la noche y el vino del mediodía se combinaron con el calor de las dos de la tarde. Los platos quedaron sobre la mesa. Las moscas sobre el pan dulce.
Ángela sabe que no debe despertarlos. El silencio es un amigo traicionero. Debe ser cautelosa. Se acerca despacio al árbol al que deberá treparse. Mira su aro colgando de la rama. Casi no se mueve. Todo está detenido.
Ángela baja la mirada de la rama al árbol. Se imagina haciendo girar su ula-ula, como la noche anterior. Como siempre, nadie se acordó de comprarle estrellitas para hacerlas girar en noche buena. Pero por suerte vino el vecino, el de los fuegos, a saludar. “Feliz Navidad”, y atrás su mujer y sus hijos, Martín y Diego.  Diego le convidó una estrellita encendida y empezaron a hacerlas girar. Ángela, vincha con flores, dio vueltas y mil vueltas mientras reía a carcajadas, el vestido con volados se abría haciendo olas.
Su mano chiquita, con las pulseras que le trajo Papá Noel puestas, acaricia el árbol. Lo rodea caminando despacio entre las raíces para no caerse. Encuentra una raíz que sobresale bastante. La usa para alcanzar una rama y se impulsa. Todavía el aro está lejos pero cree que va a lograrlo. Se arrepiente de haber jugado a hacer volar el aro tan alto. Se detiene en un recoveco del árbol que le gusta. Ahí se siente como en un nido. Se entretiene con unas hormigas que van hacia la rama del ula-ula. Las ayuda a avanzar. Las hace subir a sus dedos y las deposita más adelante en la rama. Se estira para ayudarlas más. Ahora tiene que tener cuidado de no matarlas mientras se trepa. Mueve su mano. Las pulseras chocan entre sí y hacen el mismo ruido que las pulseras de su mamá. Qué linda es su mamá. Ángela imagina que es tan linda como ella. En Navidad, su mamá llora y su abuela también. Se abrazan y toman pero no brindan como ella vio que brindan en año nuevo su papá y sus tíos. Toman y lloran y después se van a dormir. En el medio abren los regalos que siempre es uno para cada uno, menos para Ángela que siempre recibe dos. Este año fueron las pulseras de colores que hacen ruido y un cuaderno con un lápiz mágico que escribe con brillitos. Ángela se acuerda del cuaderno y le dan ganas de ir a buscarlo para escribir ahí bien grande “qué linda es mi mamá” y “cómo te quiero papá”. Se queda pensando. También escribiría “qué tonto es mi vecino Martín”. Y dibujaría alrededor un círculo como el del ula-ula pero de color rojo.
Diego no es tonto, piensa Ángela. Diego fue el que le regaló la estrellita. Qué linda la estrellita, piensa Ángela. Eso también escribiría pero “estrellita” es una palabra muy larga, así que la dibujaría. Eso haría, escribiría “qué linda la” y dibujaría una estrella y la pintaría de amarillo.
Pero la estrellita se apagó en seguida, y se quedó con el palito en la mano esperando otra. Fue entonces cuando Martín, que no había dejado de mirarla fijo mientras ella giraba y giraba entre la chispa de la estrella, congeló su sonrisa hasta convertirla en llanto.
“Papá Noel no existe”.
Ángela lo negó.
Martín se lo repitió.
“Papá Noel no existe”
Ángela corrió y se acurrucó en el mismo lugar en el que estaba ahora, en el árbol frente a la hamaca. Ángela lloraba. Quizás por eso lloran siempre mamá y la abuela, pensó.
Hasta allí fue su padre y se metió junto a la niña en el hueco del árbol. La abrazó fuerte. No quería consolarla sino animarla a llorar. La acunó como si fuese un bebé, como si fuera su bebé, mientras le cantaba como siempre “Corazón de melón, el año que viene me caso con vos”.
Ángela se quedó dormida y amaneció en su cuarto.
Tuvo la sensación de haber soñado mucho.
De haber soñado todo.

La sensación de haber perdido algo pero también, de haber encontrado todo. 

Botines


Mientras la pava con agua para el mate hervía sobre la hornalla, Claudio decidió llamar por el aviso -alguien buscaba jóvenes con ganas de progresar y pagaba trescientos pesos más comisión- con la ilusión de que luego de un mes de trabajo podría al fin comprarse los botines.
            Los botines eran blancos, con tapones de diez milímetros y lengüeta negra, y desde hacía un mes Claudio los veía en la vidriera del local que quedaba frente a su casa. A veces entraba al negocio para confirmar el precio, otras para asegurarse de que todavía quedaba algún par número cuarenta y tres o para averiguar, con la esperanza de al menos poder tocarlos, si eran aptos para distintas superficies.  
Frente al mostrador del local, el botín en su mano izquierda, se imaginaba en la cancha: una gambeta tras otra, una pared de taco, un pase de sombrerito, el centro de su compañero y él que la paraba de pecho y hacía un gol de chilena. Sonrió y la empleada le devolvió la sonrisa mientras le preguntaba si los llevaría. Claudio dijo que todavía no, pero que los compararía a fin de mes cuando cobrara el sueldo de un trabajo que acababa de conseguir. La empleada le aclaró, como siempre que Claudio iba al local, que no podría guardárselos si no los señaba y esta vez le sugirió que se apurase porque no quedaban más que dos pares de su número.
            Claudio agradeció la información y salió apurado, más decidido que nunca a llamar por el aviso. Pero entonces, un pensamiento lo detuvo: ¿Y si llegaba un nuevo stock de botines? Volvió a entrar y le hizo esa pregunta a la empleada que todavía sonreía. Ella tomó un anotador y una birome y le dijo que se quedara tranquilo. Le pidió su nombre y debajo del “Claudio” que escribió con letra imprenta, anotó el teléfono. Ella lo llamaría no bien recibieran más botines. Aunque, le aclaró, no podía asegurarle que entraran más.
            De regreso a su casa, Claudio decidió dar una vuelta manzana para pensar si valdría la pena llamar por el aviso. Después de todo, si se vendían los dos pares antes de que pudiera señarlos habría trabajado para nada. Repetía en su mente lo que le había dicho la empleada, nadie podía asegurarle nada. Casi llegando a su casa y con un nerviosismo que empezaba a notársele, se preguntaba quién sino los dueños del negocio podrían saber si habría o no más botines, qué tan oculto y misterioso era el funcionamiento universal de la renovación de stock, qué poderoso ser manejaría a su antojo la mercadería que se entrega en cada comercio del mundo.
            Casi lo pisa un auto cuando corría de vuelta al local. Entró resuelto: no se iría sin una respuesta concreta, de modo que le planteó a la empleada su necesidad de saber si llegarían más botines o no, y si contaba con un mes de plazo para comprarlos, porque si no recibían más, él mejor ni se presentaba a su primer día de trabajo.
A la empleada le daba lástima decirle que hacía un minuto le habían comprado otro par y que ya sólo quedaba uno en su número, pero no bien Claudio terminó de hablar se lo dijo. Él retrocedió dos pasos y se tomó la cabeza con las manos mientras ella trataba de calmarlo; lo llamaba por su nombre y juraba que le avisaría si llegaban más, que quizás el par que quedaba no se vendiera nunca, que por favor se tranquilizara, que después de todo un par de botines no era algo tan importante.
Claudio, aún alterado, la miró fijo durante unos segundos. Parecía que iba a gritar, pero en lugar de eso, sonrió y le preguntó el nombre con la excusa de que ella sabía el de él: se llamaba Romina y al decirlo se sonrojó. Claudio, con el tono que hubiera usado su abuela, reconoció que era un lindo nombre y luego le preguntó qué era lo importante para ella.
Romina volvió a sonrojarse y con la mirada hacia abajo le respondió que sin dudas, lo más importante era el amor. La familia, la salud, el trabajo... dijo después, y ahora sí miraba a Claudio que le dio la razón y la invitó a tomar un café: él pasaría a buscarla a las siete cuando cerrara.
Al salir del local, no pudo evitar detenerse para ver una vez más aquellos botines en la vidriera. ¿Y si los de exhibición eran de su número? Por un momento sintió que aún tenía esperanzas, pero ¿y si el único par que quedaba era ese? Se contuvo: en lugar de entrar otra vez al negocio esperaría hasta la tarde. Regresó a su casa, comió un plato de fideos con manteca y queso y se acostó a dormir la siesta. Despertó unos minutos después de las cuatro pero se quedó en la cama hasta las cinco mientras pensaba a dónde llevar a Romina, qué ropa usar y cómo sacarle información útil sobre los botines.
A las siete menos cinco, Claudio esperaba a Romina en la puerta del local con un ramo de fresias en la mano. Romina aún usaba la ropa con la que había trabajado todo el día pero se había soltado el pelo y estaba maquillada de tal forma que parecía haber pasado horas dedicada a su aspecto. Al verlo con las flores todos los comentarios que sus amigas le habían hecho por teléfono cuando ella las llamó para contarles perdieron sentido: ya no tendría cuidado, al fin y al cabo ella sabía reconocer a una buena persona. Si se manejaba con demasiada prudencia quizás volviera a perder una oportunidad de conocer a alguien que valiera la pena.
Agradeció las flores, besó a Claudio en la mejilla y caminaron hasta un bar que quedaba en la esquina del  negocio y que se llamaba El mal de la costumbre. Tal como lo había planeado, Claudio tomó el nombre del bar como excusa para iniciar la conversación. Ella era tímida pero respondía cada vez con mayor gracia y soltura a sus comentarios, ya no se ponía nerviosa cuando tenía que hablar ni se sonrojó cuando él le apartó el pelo de la cara y le preguntó si ya alguien le había dicho lo hermosa que era.
Sin esperar respuesta, y como lo había pensado, deslizó su mano por detrás del cuello de Romina y la acercó para besarla. Después le dijo que le gustaba mucho y que se moría de ganas de invitarla a su casa, pero pronto le aclaró que era mejor conocerse antes un poco más, ir despacio, tener algo en serio. Entonces le preguntó por sus sueños y ella le contó que ese día había faltado a su clase de danza para estar con él, que soñaba con bailar en el Colón pero que para eso se necesitaba disciplina y dinero y con el trabajo en el negocio era tan difícil... Claudio la dejó hablar hasta que ella le preguntó cuál era su sueño.
Había esperado esa pregunta durante toda la tarde, pero no debía dejarse llevar por la ansiedad. Le confesó que su sueño era jugar en primera; de la manera más detallada que pudo hizo analogías entre la danza y el deporte, entre ser goleador y ser primera figura, habló del arte del fútbol y de la danza como expresión popular, hizo paralelismos entre los actos que componen las obras y los tiempos de los partidos, enumeró las similitudes entre Maradona y Nureyev hasta que por fin, comparó lo necesarias que resultaban para ella las zapatillas de ballet y lo indispensables que eran para él aquellos botines blancos.
De pronto, la sonrisa con la que Romina había escuchado las ideas de Claudio quedó congelada. Dudó por un segundo entre decirle algo o llorar pero prefirió dejarse llevar por un impulso y darle una cachetada con la mano abierta.
La marca en la cara de Claudio duró dos días enteros en los que no salió de su casa. Cuando por fin tomó coraje, se dirigió al local y, como de costumbre, fijó su vista en la vidriera.
Detrás del cristal, mientras le mostraba un exclusivo modelo de tobillera a un cliente, Romina sonreía. Claudio notó que mientras lo hacía se le formaban hoyuelos; un pequeño lunar negro sobre la boca, la tez blanca y algo rosada en los pómulos, el pelo cobrizo y los ojos verdes: solo ahora podía comprender lo hermosa que era ella en verdad.
Desde entonces, Claudio se acerca al local para ver a Romina a través del vidrio.

A veces, con la excusa de preguntar por los botines que aún continúan en vidriera, entra para ver más de cerca su hermosura. 

La tía Cata


¿Por qué habré soñado con la tía Cata? ¿Será el aniversario de su muerte hoy? No, estamos en marzo, ella murió en abril. Cómo la extraño. Lástima que no se cuidó más del corazón. Cómo me gustaría verla. Quisiera que se me aparezca, que me diga qué hacer con mi vida, qué hacer con Juliana…
            Creo que si la tía conociera a Juliana no le caería bien. A la tía Cata no le gustaba ninguna de mis novias. De Juliana diría que no sabe hacer ni un huevo frito. Y es verdad, Juliana está orgullosa de eso. En cambio la tía Cata cocinaba como nadie. Preparaba unos pastelitos de membrillo increíbles. Seguro que no le caería bien Juliana. Diría que tiene ideas raras o algo así porque ahora fue a la marcha que organizaron los chicos de la facu. En realidad yo podría haber ido, podría haberle dicho que sí a Juli, pero me da un poco de cagazo. ¿Si hay cámaras y quedo escrachado? Mejor así, tranquilo en casa, total qué puede cambiar si voy. Estuvo mejor dormirme esa siesta y soñar con la tía Cata, le voy a contar a la vieja después, se va a poner contenta.
            En realidad, se llevaban  bastante mal  mi vieja y la tía Cata pero creo que en fondo mi vieja la extraña también. Tan mal se llevaban que un día la tía Cata la ató a una silla y la amordazó para que no saliera con mi viejo. Decía que mi viejo era sucio y vago. Cuando mi vieja me contó esa historia me dieron ganas de matar a la tía pero después la entendí completamente.
            De hecho a mí mismo, más de una vez,  me dieron ganas de amordazar a mi vieja de por vida.  Pero creo que me faltó coraje. La tía Cata nunca tuvo miedo de nada, iba siempre al frente. Me decía que yo era un maricón, que nunca me animaba a hacer lo que sentía. Me decía que ella me iba a enseñar a ser todo un hombre. Una vez me mostró sus pechos y me hizo tocarlos. Me hizo rozarlos con mi boca. No me dio asco. Tenían gusto a sus pastelitos de membrillo.
            Y ese ruido. ¿Tía Cata? ¿Sos vos? Debe ser la puerta del lavadero pero me da miedo ir a ver.
            ¿Por qué habré soñado con la tía Cata? En el sueño la tía Cata se acostaba en nuestra cama. Juliana dormía y yo sólo miraba cómo la tía Cata se desnudaba y empujaba a Juliana de la cama. 
            ¿Otra vez ese ruido? ¡Tía Cata! ¿sos vos?
            Ya no tengo miedo, tía Cata. Entendí tu mensaje. A veces yo tampoco soporto a Juliana. Es buena pero tiene ideas raras y no sabe cocinar. No bien llegue de la marcha le digo que no quiero verla más.
            A vos quiero verte. Ahora quiero verte.
            Ya no voy a ser un maricón. No voy a tener miedo esta vez.
            ¿Sos vos tía Cata?

            Casi puedo verte. Casi puedo tocar tus pechos de membrillo.