miércoles, 17 de julio de 2013

Botines


Mientras la pava con agua para el mate hervía sobre la hornalla, Claudio decidió llamar por el aviso -alguien buscaba jóvenes con ganas de progresar y pagaba trescientos pesos más comisión- con la ilusión de que luego de un mes de trabajo podría al fin comprarse los botines.
            Los botines eran blancos, con tapones de diez milímetros y lengüeta negra, y desde hacía un mes Claudio los veía en la vidriera del local que quedaba frente a su casa. A veces entraba al negocio para confirmar el precio, otras para asegurarse de que todavía quedaba algún par número cuarenta y tres o para averiguar, con la esperanza de al menos poder tocarlos, si eran aptos para distintas superficies.  
Frente al mostrador del local, el botín en su mano izquierda, se imaginaba en la cancha: una gambeta tras otra, una pared de taco, un pase de sombrerito, el centro de su compañero y él que la paraba de pecho y hacía un gol de chilena. Sonrió y la empleada le devolvió la sonrisa mientras le preguntaba si los llevaría. Claudio dijo que todavía no, pero que los compararía a fin de mes cuando cobrara el sueldo de un trabajo que acababa de conseguir. La empleada le aclaró, como siempre que Claudio iba al local, que no podría guardárselos si no los señaba y esta vez le sugirió que se apurase porque no quedaban más que dos pares de su número.
            Claudio agradeció la información y salió apurado, más decidido que nunca a llamar por el aviso. Pero entonces, un pensamiento lo detuvo: ¿Y si llegaba un nuevo stock de botines? Volvió a entrar y le hizo esa pregunta a la empleada que todavía sonreía. Ella tomó un anotador y una birome y le dijo que se quedara tranquilo. Le pidió su nombre y debajo del “Claudio” que escribió con letra imprenta, anotó el teléfono. Ella lo llamaría no bien recibieran más botines. Aunque, le aclaró, no podía asegurarle que entraran más.
            De regreso a su casa, Claudio decidió dar una vuelta manzana para pensar si valdría la pena llamar por el aviso. Después de todo, si se vendían los dos pares antes de que pudiera señarlos habría trabajado para nada. Repetía en su mente lo que le había dicho la empleada, nadie podía asegurarle nada. Casi llegando a su casa y con un nerviosismo que empezaba a notársele, se preguntaba quién sino los dueños del negocio podrían saber si habría o no más botines, qué tan oculto y misterioso era el funcionamiento universal de la renovación de stock, qué poderoso ser manejaría a su antojo la mercadería que se entrega en cada comercio del mundo.
            Casi lo pisa un auto cuando corría de vuelta al local. Entró resuelto: no se iría sin una respuesta concreta, de modo que le planteó a la empleada su necesidad de saber si llegarían más botines o no, y si contaba con un mes de plazo para comprarlos, porque si no recibían más, él mejor ni se presentaba a su primer día de trabajo.
A la empleada le daba lástima decirle que hacía un minuto le habían comprado otro par y que ya sólo quedaba uno en su número, pero no bien Claudio terminó de hablar se lo dijo. Él retrocedió dos pasos y se tomó la cabeza con las manos mientras ella trataba de calmarlo; lo llamaba por su nombre y juraba que le avisaría si llegaban más, que quizás el par que quedaba no se vendiera nunca, que por favor se tranquilizara, que después de todo un par de botines no era algo tan importante.
Claudio, aún alterado, la miró fijo durante unos segundos. Parecía que iba a gritar, pero en lugar de eso, sonrió y le preguntó el nombre con la excusa de que ella sabía el de él: se llamaba Romina y al decirlo se sonrojó. Claudio, con el tono que hubiera usado su abuela, reconoció que era un lindo nombre y luego le preguntó qué era lo importante para ella.
Romina volvió a sonrojarse y con la mirada hacia abajo le respondió que sin dudas, lo más importante era el amor. La familia, la salud, el trabajo... dijo después, y ahora sí miraba a Claudio que le dio la razón y la invitó a tomar un café: él pasaría a buscarla a las siete cuando cerrara.
Al salir del local, no pudo evitar detenerse para ver una vez más aquellos botines en la vidriera. ¿Y si los de exhibición eran de su número? Por un momento sintió que aún tenía esperanzas, pero ¿y si el único par que quedaba era ese? Se contuvo: en lugar de entrar otra vez al negocio esperaría hasta la tarde. Regresó a su casa, comió un plato de fideos con manteca y queso y se acostó a dormir la siesta. Despertó unos minutos después de las cuatro pero se quedó en la cama hasta las cinco mientras pensaba a dónde llevar a Romina, qué ropa usar y cómo sacarle información útil sobre los botines.
A las siete menos cinco, Claudio esperaba a Romina en la puerta del local con un ramo de fresias en la mano. Romina aún usaba la ropa con la que había trabajado todo el día pero se había soltado el pelo y estaba maquillada de tal forma que parecía haber pasado horas dedicada a su aspecto. Al verlo con las flores todos los comentarios que sus amigas le habían hecho por teléfono cuando ella las llamó para contarles perdieron sentido: ya no tendría cuidado, al fin y al cabo ella sabía reconocer a una buena persona. Si se manejaba con demasiada prudencia quizás volviera a perder una oportunidad de conocer a alguien que valiera la pena.
Agradeció las flores, besó a Claudio en la mejilla y caminaron hasta un bar que quedaba en la esquina del  negocio y que se llamaba El mal de la costumbre. Tal como lo había planeado, Claudio tomó el nombre del bar como excusa para iniciar la conversación. Ella era tímida pero respondía cada vez con mayor gracia y soltura a sus comentarios, ya no se ponía nerviosa cuando tenía que hablar ni se sonrojó cuando él le apartó el pelo de la cara y le preguntó si ya alguien le había dicho lo hermosa que era.
Sin esperar respuesta, y como lo había pensado, deslizó su mano por detrás del cuello de Romina y la acercó para besarla. Después le dijo que le gustaba mucho y que se moría de ganas de invitarla a su casa, pero pronto le aclaró que era mejor conocerse antes un poco más, ir despacio, tener algo en serio. Entonces le preguntó por sus sueños y ella le contó que ese día había faltado a su clase de danza para estar con él, que soñaba con bailar en el Colón pero que para eso se necesitaba disciplina y dinero y con el trabajo en el negocio era tan difícil... Claudio la dejó hablar hasta que ella le preguntó cuál era su sueño.
Había esperado esa pregunta durante toda la tarde, pero no debía dejarse llevar por la ansiedad. Le confesó que su sueño era jugar en primera; de la manera más detallada que pudo hizo analogías entre la danza y el deporte, entre ser goleador y ser primera figura, habló del arte del fútbol y de la danza como expresión popular, hizo paralelismos entre los actos que componen las obras y los tiempos de los partidos, enumeró las similitudes entre Maradona y Nureyev hasta que por fin, comparó lo necesarias que resultaban para ella las zapatillas de ballet y lo indispensables que eran para él aquellos botines blancos.
De pronto, la sonrisa con la que Romina había escuchado las ideas de Claudio quedó congelada. Dudó por un segundo entre decirle algo o llorar pero prefirió dejarse llevar por un impulso y darle una cachetada con la mano abierta.
La marca en la cara de Claudio duró dos días enteros en los que no salió de su casa. Cuando por fin tomó coraje, se dirigió al local y, como de costumbre, fijó su vista en la vidriera.
Detrás del cristal, mientras le mostraba un exclusivo modelo de tobillera a un cliente, Romina sonreía. Claudio notó que mientras lo hacía se le formaban hoyuelos; un pequeño lunar negro sobre la boca, la tez blanca y algo rosada en los pómulos, el pelo cobrizo y los ojos verdes: solo ahora podía comprender lo hermosa que era ella en verdad.
Desde entonces, Claudio se acerca al local para ver a Romina a través del vidrio.

A veces, con la excusa de preguntar por los botines que aún continúan en vidriera, entra para ver más de cerca su hermosura. 

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