jueves, 27 de febrero de 2014

Grupo día 1

Carolina llega sola como muchos de nosotros. Tiene una remera rayada y un pantalón negro de vestir. Está arreglada. Parece que viene de trabajar. Llega sobre la hora. La sala está casi llena. Se sienta en la primera silla que encuentra.  Se queda callada. En silencio. Escucha hablar a los demás. Cada tanto se le llenan los ojos de lágrimas. De repente, levanta la mano con seguridad. Solo necesita hacerlo una vez para que nos callemos. Entonces cuenta. Cuenta que está enojada. No, se corrige, que está furiosa. Que no entiende. Que está ahí para entender. Hace una pausa pero nadie dice nada. Sigue. Su tono seco, mordido, se transforma. Cuenta que su padre era pianista. Concertista. Que su madre no quiere ir a verlo al geriátrico, y que su hermano sólo va si le insisten. Ella tiene dos hijos chicos. Un marido, 36 años, pero siente que perdió todo cuando a su papá le diagnosticaron Alzheimer. Fue casi de un día para otro. A veces sucede así, dice alguien. Ella sigue. Cambia el tono, la mirada. Parece cambiar de ropa. Dice que su viejo está como falopeado todo el día. Que no soporta más verlo así. Que es una mierda. Que lo extraña. Que era su mejor amigo. Repite que era su mejor amigo.
Carolina todavía recuerda cómo era su padre y se aferra a esa idea. La enoja saber que no puede hacer nada. Quiero que me lo devuelvan. Quiero a mi viejo, dice llorando. No acepta a esa persona enferma. No acepta el Alzheimer. Cuenta que googlea todo el día para ver qué puede inventar para curarlo. Que lo llama al psiquiatra para decirle lo que encuentra. Que no puede creer que todavía no haya cura. Que quiere que le devuelvan a su viejo. Se nos queda mirando, nos interpela como si pudiéramos hacer algo. Quiero que me lo devuelvan. Llora. Vuelve a mirarnos. Qué enfermedad de mierda la puta madre que lo pario, dice.
Todos pensamos que sí. Algunos lo dicen en voz alta. Otros mueven la cabeza. Alguien levanta la mano.

A la hora llego a casa. Es inevitable pensar en los relatos de este primer encuentro. En las instantáneas: un hijo con la vista puesta en el piso, cuatro hermanas que eran una, la señora de 84 años que no quería internar a su marido, un hijo que vive en Canadá, una chica con tatuaje que se siente culpable por no haber evitado la enfermedad de su madre. La información de lo que se dijo no baja. Descansa como partículas en el aire. Flota. La presiento pero no la entiendo. Alcanzo a detectar que tengo resistencias. Las vi en los otros. Todavía no sé cuáles son, pero las tengo. Eso es seguro. Pienso en la resistencia a abrazar a mi madre, pero si nunca la abracé. A hablarle suave como decían hoy, a cantarle... pero si nunca le canté.
Mi madre cambió, como el papá de Carolina.
Creo que entendí que nadie me va a devolver a mi mamá tal cual y como era.
De hecho, ya no recuerdo cómo era. Perdí esa referencia.
Es difícil de explicar pero, de algún modo, intuyo que eso debe ser bueno. Al menos debería ser más fácil poder abrazarla.



domingo, 23 de febrero de 2014

Una noche

Los rulos sobre la cara. Para adelante, para atrás. Nunca había prestado atención al peso de su pelo contra ella misma. Su pelo era suave.Y rojo. Pero ahora, en la oscuridad no se distinguía el color y la suavidad no alcanzaba a sentirse con esos toques imperceptibles contra su piel. Trató de concentrarse, se ató rápido el pelo con una gomita que tenía en la muñeca. Pero entonces se detuvo en el contraste de su piel blanca sobre aquel cuerpo con otra tonalidad, un poco más rosado quizá. ¿De qué color era? Había unos lunares parecidos a los suyos. Le hubiera gustado seguir el camino que dibujaban. Detenerse. Pero todo se daba como en un apuro. Su cuerpo la apuraba. Y el de él. De golpe se dio cuenta de que estaba gritando, gimiendo y le dio algo de vergüenza ajena por ella misma. Pensó que a él también le incomodaban los gritos pero no había forma de callarlos. ¿Pensaría él que estaba exagerando? Le hubiera gustado desdoblarse. No estar en ese cuerpo que gritaba sino abrazarlo por atrás y besarle la nuca, los pechos contra la espalda, mientras él seguía haciendo lo que hacía en medio de esos gritos desalmados.

El baño

Ella me pide perdón.
Después de llamarme a los gritos porque vio algo pero cuando le pregunto qué, no sabe. "No sé", repite desnuda y abrazada a sí misma en la bañera.
Cierro la canilla, trato de tranquilizarme. No trato de tranquilizarla. No me sale sin esfuerzo. Y no hago el esfuerzo.
"¿Qué te pasa?" pregunto con mi modo seco. El modo con el que me defiendo de su deterioro, de su locura. Como si fuera una zanja seca entre ella y yo. Ella vulnerable y desnuda en el agua. Yo una niña del otro lado que quiere que su madre la abrace. Que deje de abrazarse a ella misma y la abrace. "¿Qué te pasa?" Repetí. (En mi caso parece no molestarme la repetición).
"No sé", repite. "Perdoname".
Y entonces, pienso que se siente culpable. Culpable por tener esta enfermedad de mierda. Mientras voy a buscarle la toalla para luego secarla, pienso en sus hermanas muertas. Tan jóvenes. Pienso en mi papá enfermo toda su vida. Ella trabajando todo el día sin verme. Yo al cuidado de una de mis abuelas, mi abuela Tita. La muerte de mi abuela Tita, la de mi abuelo Pedro -su padre- que ahora me vengo a enterar que tenía Alzheimer. Pienso en la estafa que tuvo que afrontar. Pienso en sus decisiones. En que no denunció a su amigo que robaba la plata de la escribanía y entonces la acusaron a ella. No sabemos si estuvo presa unas horas o no. Estafa al fisco es un delito penal. A esta altura debe más de dos millones de pesos. La inhabilitaron. Empezó a perder peso. A olvidar. A no querer recordar.
Le alcanzo la toalla. Es una que usaba para ir a la playa. Tenía nombre y todo "ladelaplaya". Ella la ponía en su bolso, junto con el termo y algún saquito y el rayito de sol. Nada más. Y se iba a la playa. No nos esperaba. Le gustaba llegar sola.
Le doy la toalla. La agarra sin salir de la bañera y la moja. Por algún motivo no me enojo. Me doy cuenta de que no se lavó el pelo. Me resisto a aceptar que ahora no podrá lavarse sola. La hago entrar nuevamente y le lavo la cabeza, con toda la ternura que me sale. Que para mi modo de ver no es mucha.
La zanja seca en contacto con el agua.
Ella me mira. Tengo ganas de abrazarla pero no puedo.
Pienso en su vida mientras le tiro agua con un jarrito y me dice que está muy caliente. Pienso en cuánto de todo aquello tengo sobre mis espaldas. Pienso que debo sacárme ese peso lo antes posible. Pero todavía no sé cómo.

miércoles, 19 de febrero de 2014

El saco con florcitas

Responder a pedidos ilógicos, necesarios,envueltos en la urgencia. Pedidos ilógicos como un saco en pleno verano, pero no "un" saco sino aquél. El que se está lavando. Responder una y mil veces que se está lavando. Asistir en el medio a lo que parece la comprensión: "ah, no me acordaba" y volver a vivir la experiencia. Una y otra vez. Como en un random.
Saber que lo mejor es traer el saco. Secarlo. O no. Pero traerlo.
La inquietud de no tenerlo se multiplica en ella y me persigue: "Si tuviera mi saco". Búsquedas infructuosas por toda la casa se hubieran evitado con tan solo ir y buscarlo y dárselo. Y si se lo ponía mojado ¿qué podía pasar? si total hace calor.
Se evitarían varios problemas con tan solo ceder.
A veces hay que ceder. A la lógica y a la no lógica. Eso no importa casi nunca. Al menos por aquí.
Quisiera entender ya no solo con mi cabeza, que para el otro un saco, el saco con florcitas, el saco de manga larga y florcitas, al único que le quedan botones, ese que es "suavecito", ese que no le hace "así" y no la deja toda apretada... entender que para el otro no, entender que para ella, para mi madre, ese saco es lo que necesita para estar tranquila.
Entender, al mismo tiempo, que tengo todo el poder para darle esa tranquilidad.
Y dársela.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Torta de queso

Qué pensará don Antonio mientras empuja la puerta. Puedo ver los pies arrastrándose, el pantalón desgastado, el hilo que reemplaza un cinturón, un cinturón que habrá tenido sus iniciales cuando era dueño del campo. Qué pensará don Antonio mientras entra, saca un número, le tocó el 068, camina, busca en sus bolsillos un billete de dos, lo estira me lo muestra y me señala los miñoncitos con la mano temblorosa y las uñas largas.
Le pongo siempre de más, sé que mientras me doy vuelta para guardar el pan se mete algunas pepas, de las de 9 pesos el cuarto, en la boca. No sé por qué no las guarda, en lugar de masticarlas todas juntas. Espero un poco antes de girar y entregarle la bolsa.

Me mira como diciendo “vamos que no tengo todo el día”. Le pregunto bien fuerte “cómo anda don Antonio” y me sonríe al límite de perder la dentadura. 

(Comienzo de Torta de queso) 

martes, 11 de febrero de 2014

Por suerte existe el ferné

SED
Un chacho me pedí. Se suponía que tenía que pegarme. Las chicas se desparramaban por los sillones de Grisú y yo, como si nada. Fumaban. Fumaba. Se suponía que era así: emborracharse, fumar, bailar. A la hora, más o menos, estaban transando con alguien y sin moverse del sillón de cuero rojo.
Yo me quedaba ahí también pero no pasaba nada. Ni siquiera podía quedarme dormida porque me molestaba la música y el boludo del coordinador, que igual era un copado, hacía movimientos para que lo siguiéramos.  ¿Cómo se llamaba? Terminaba con ito… Miguelito, Ramoncito… no me acuerdo. Tenía una sonrisa gigante, de eso sí me acuerdo y nos caíamos bien. A él le gustaba que yo supiera las letras de las canciones en inglés. Todas las de Roxette de memoria.
 Julito, Julito se llamaba.
A la hora de los lentos, Julito venía y me traía un trago. Es Sex on the beach, me decía y me traducía. Ese trago era una porquería. Igual que Séptimo Regimiento. No sé cómo sobrevivió el hígado. Entre los chupitos, los martinis y los gancias que tomábamos. Por suerte ahora existe el ferné.
Listen to your hart, there´s nothing else you can do… cantaba con el trago agarrado con las dos manos sobre mi panza, las piernas ligeramente abiertas, la cola derretida sobre el cuero rojo. Ni siquiera podía quedarme dormida. Y a Julito no le daba para hacer la coordinación en los lentos. El tema que mejor le salía era Es la hora de jugar, de Xuxa. Explotaba todo. No sólo lo seguíamos nosotros sino todo Grisú.
En Grisú fue.  Fue el principio y fue el fin. Sweet dreams de fondo, el último tema medio lento antes de la ronda ochentosa movida. Me sacó el sex on the beach. Mis manos quedaron haciendo un circulito. Lo miré y me di cuenta de que iba a besarme. El principio.
Voy al baño, le dije.

El fin. 
(Comienzo de Por suerte existe el ferné, en proceso)

Pasará mañana

Gracias a las tragedias familiares aprendí que no hay que dejar que un niño corra cerca de la cacerola donde hierve la leche, que el mismo niño puede quemarse vivo si un calefactor explota mientras se frota las manos para evitar el frío, que la peor respuesta a una infidelidad es dejar de comer y que si elegís suicidarte hay que tomar hasta la última pastilla del frasco.
Encima de que se le murió el hijo quemado por la imprudencia de un gasista o porque nunca fue tan precavida como para hacer la instalación con salida al exterior, encima de eso, encima de que, supuestamente por tanta tristeza, su marido la engañara con una vecina del mismo edificio, encima de eso, cuando mi tía Nadia decidió por fin terminar con todo, los médicos que la atendieron en la guardia descubrieron que tenía "alta tolerancia a los fármacos". Y las pastillas esas que tomó para matarse sólo consiguieron que todo el mundo le tuviera más lástima. Incluyéndola.
De a uno íbamos pasando a la terapia intermedia donde se encontraba. Entré cuando salió mi abuela. Lloraba y preguntaba por qué sin que nadie pudiera responderle. Se refugió en los brazos de mi viejo que miraba a su cuñado, a Orlando, el marido de Nadia. El culpable de todo: de no haber hecho la instalación, de buscar consuelo en la vecina, de que mi abuela llorara.
(Comienzo de Pasará mañana, novela) 

La Boca

Hay una pareja que no es una pareja. Es un hombre que toma la mano de una mujer.
Son cerca de las seis de la mañana. Van caminando por una plaza que no es plaza. Son caminos traseros, arbolados, de unas torres que hay cerca del final de Puerto Madero. Van en silencio, apurados. De la mano. Parecen niños pero no lo son.
Si lo fueran habrían seguido durmiendo abrazados. Mezclados. No hubieran estado desnudos, expuestos en el abrigo de sus cuerpos cansados, dolidos pero húmedos. Si fueran niños no se habrían besado como lo hicieron pero igual se hubieran dicho te quiero.
Si fueran niños, quizás, no se hubieran conocido.
Los une, justamente, el dolor de ya no serlo.
De ser un hombre y una mujer caminando entre edificios y árboles.
De la mano.


sábado, 8 de febrero de 2014

Cansancio

El cansancio baja. Siempre baja. Va de arriba a abajo. Se aloja entre los ojos y los toma por el lagrimal, como si fuese dolor, como si fuese llanto. Pero no, es cansancio. Cansancio que baja y tira la cabeza hacia delante. La espalda se vence: lleva encima el peso de los días, de los muertos, de lo cotidiano, de lo enfermo, de lo inevitable, del sinsentido. Pero cuando por un momento el cansancio cede, tibiamente aparecen las ganas, un nuevo deseo y entonces, en los ojos florece el reflejo de la vida y las lágrimas -que nunca cayeron- son vencidas por cansancio.

La loca del tapado negro

En las casas de techos altos el frío se instala con la fuerza de la grasa a los azulejos que bordean la cocina. No sale. Aunque te abrigues. Aunque frotes.
Es por eso que cuando baja las escaleras hacia la calle y camina por los pasillos también altos y fríos del edificio, se alegra de haberse puesto esas botas de pielcita que se compró en un viaje, y la camiseta de manga larga, y el pulóver negro y el polerón gris que dice “Rock play it for me” bajo un tapado negro de invierno. Lamenta, casi siempre, haberse olvidado los guantes. Y no le importa en lo más mínimo que el jean que se puso le quede grande y la ropa esté un poco vieja. Después de todo, es invierno y la gente no anda fijándose cómo se viste. Hay prioridades y la prioridad en invierno es abrigarse.
Pero afuera la cosa es diferente.
Afuera está el sol. Y el sol calienta. A las cuatro de la tarde, y después de una caminata intensa, el frío de la casa de los techos altos se evapora, se deshace, se va.
Entonces piensa nuevamente algo recurrente: tendría que haberse vestido mejor, aunque sólo esté yendo a hacer este trámite estúpido. Al menos así se podría haber sacado el tapado. Pero ahora no. Ahora se lo tiene que dejar puesto así le tapa la ropa gastada, la esconde, aunque muera de calor.
Trata de ir más despacio para no generar más temperatura pero al hacerlo se da cuenta de que a ese ritmo llegará tarde. Si va por la sombra seguramente todo mejore ¾piensa¾ pero se equivoca. Se mira en la vidriera del Banco Patagonia, el reflejo perfecto de su figura abrigada: definitivamente tendría que haber dedicado un minuto a escuchar la temperatura y tres minutos a cambiarse. Incluso podría haberle dedicado un minuto a peinarse y sólo habría salido cinco minutos tarde, pero confiada, decidida, coherente. No pareciendo la loca del tapado negro.

Después de todo le faltan unas cinco cuadras y llega. Se trata de un trámite sencillo: buscar unos estudios y volver a la casa de pasillos fríos. Con cuánta gente podría cruzarse. Qué posibilidades hay de que justo un día como hoy se encuentre con alguien que quiera hablarle.