martes, 11 de febrero de 2014

Pasará mañana

Gracias a las tragedias familiares aprendí que no hay que dejar que un niño corra cerca de la cacerola donde hierve la leche, que el mismo niño puede quemarse vivo si un calefactor explota mientras se frota las manos para evitar el frío, que la peor respuesta a una infidelidad es dejar de comer y que si elegís suicidarte hay que tomar hasta la última pastilla del frasco.
Encima de que se le murió el hijo quemado por la imprudencia de un gasista o porque nunca fue tan precavida como para hacer la instalación con salida al exterior, encima de eso, encima de que, supuestamente por tanta tristeza, su marido la engañara con una vecina del mismo edificio, encima de eso, cuando mi tía Nadia decidió por fin terminar con todo, los médicos que la atendieron en la guardia descubrieron que tenía "alta tolerancia a los fármacos". Y las pastillas esas que tomó para matarse sólo consiguieron que todo el mundo le tuviera más lástima. Incluyéndola.
De a uno íbamos pasando a la terapia intermedia donde se encontraba. Entré cuando salió mi abuela. Lloraba y preguntaba por qué sin que nadie pudiera responderle. Se refugió en los brazos de mi viejo que miraba a su cuñado, a Orlando, el marido de Nadia. El culpable de todo: de no haber hecho la instalación, de buscar consuelo en la vecina, de que mi abuela llorara.
(Comienzo de Pasará mañana, novela) 

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