sábado, 29 de marzo de 2014

Los perdidos II

Podría tirar el cuerpo en donde tiramos lo demás. La basura, los desechos humanos. Después de todo, este cuerpo no deja de ser eso, un desecho humano. Me pregunto qué diferencia hay entre un cadáver y la mierda. Algo me frena a arrastrarlo, pesa menos de cuarenta kilos, y dejarlo ahí, al pie de las sierras de desperdicios que fuimos erigiendo entre todos. Con cada uno de los que va muriendo me pasa lo mismo. Me pregunto para qué continúo con el ritual de enterrarlos. Soy yo sola para cavar la tierra dura, resquebrajada por los terremotos constantes, seca. Y a la pala se le salió el mango. Tardo horas en hacer un foso. Me deja la espalda con un dolor insoportable.Ya voy por el número 20. Este, del que no me acuerdo el nombre, es el 21. Así terminaré poniéndole con un pedazo de carbón a la piedra que dejaré sobre su tumba. "21". Siempre trato de poner una palabra para recordar quién era. De algunos me acordaba el nombre como de Melisa, y que le gustaba bailar. Entonces puse "10- Melisa- Bailar".
A la radio portátil que encontramos en la basura le quedaban baterías entonces no sé cómo, comenzó a salir una música que a todos nos resultó familiar. Era siempre la misma, como tambores y cantos, gritos en un idioma que ninguno alcanzaba a comprender. Al profeta le agarraba una crisis cada vez que Melisa prendía el aparato que había asumido como propio. Se arrancaba los pelos y se golpeaba con el libro en la cabeza. Subía a la montaña a gritar "Están todos perdidos. Vendrá él y los llevará". Algunos decían que el profeta entendía la música y por eso temía. Melisa bailaba. Daba vueltas en el aire. Se había cosido varios trapos para hacerse un vestido. Daba vueltas con el vestido. Un día en el medio de uno de los terremotos, el profeta le arrancó la radio de las manos. La tiró contra el piso. La volvió a agarrar, la volvió a tirar. Melisa se le subió por la espalda, lo agarró del cuello, le terminó de arrancar los pocos pelos que le quedaban en la mollera pero él seguía bajando a agarrar la radio y levantando los brazos para tirarla fuerte contra el piso hasta que ya no quedó nada. Ya no quedó nada y vino el silencio. Por unos días Melisa bailó igual. Se agarraba la punta del vestido y daba vueltas, como si tuviera aún aquella música en la cabeza. Al profeta se le agrandaba una vena que le salía de un ojo y le llegaba a la nuca. Le latía, parecía que iba a explotar. Pero después, tuvimos que enterrarla. Apareció muerta en la punta de la barranca. El profeta gritaba "Sáquenla de acá, sáquenla de acá". Los ojos celestes de Melisa estaban petrificados de terror. Ahí aprendí que a los muertos hay que bajarles los párpados con una caricia. Le encontramos uno de los parlantes de la radio incrustado en la garganta. Se le había atravesado hasta dejarla sin aire. Nadie dijo nada. La cargamos entre los cuatro que éramos entonces, hicimos el pozo, la enterramos y le pusimos la piedra encima para identificarla.
Hubiera sido mejor, cuando todavía éramos varios los que podíamos sostener esto, hacer un gran foso grande e ir tirando los cuerpos ahí. Ahora hay que hacer uno por uno. Pienso otra vez en dejar de hacerlo, en tirarlo a la montaña. ¿Quién vendría a pedirme explicaciones? Veo la imagen del cuerpo acurrucado, aún de un color que destacaría sobre lo demás. El color de la piel, tan único sobre la mezcla de escombros, mierda y basura. Sobre lo podrido, ese cuerpo aún destacaría. No podría soportarlo. Busco la pala y camino hasta donde enterramos los cuerpos. Hasta donde entierro los cuerpos.
Se acerca la noche, el atardecer es rojo, naranja.
Doy varias paladas. Me seco la frente con el paño sucio y sin darme cuenta la mojo. No sé si estoy transpirando o no. Desde allí, puedo ver la figura del profeta en negro, su índice extendido, sobre la montaña y detrás una especie de círculo amarillo que baja. Sé que tiene un nombre, sé que es algo bueno porque nos calienta y cuando sale se va la oscuridad y los forajidos ya no se acercan. Puedo dormir un rato. Pero no sé mucho más.
La noche está cerca y deberé estar más atenta aún. Los de la mirada perdida empiezan a agitarse. Cuando la bola amarilla desaparece, se vuelven incontrolables. Algunos se escapan corriendo, dos nunca volvieron, otros se tiran al piso y comienzan a contorsionarse. Me piden algo. Siempre pienso que es agua. Se calman con el agua podrida que les acerco pero quizás lo que quieren es otra cosa.
El agua se está acabando. La saco de un pozo que encontramos con los otros, cuando todavía estaban. No puedo precisar hace cuánto. Pero sé que el agua, el agua se acabará pronto. No debería darles tanta agua a los perdidos. Me pregunto qué sentido tiene mantenerlos con vida.


jueves, 27 de marzo de 2014

Los perdidos

Todos se fugaron. Física o mentalmente. Los que quedan están postrados, en sillas de ruedas, con la vista perdida. No hay nadie a cargo en medio de todo esto. En medio de un mundo que se derrumba. Busco la alegría entre los escombros, pero parece haber sido uno de nosotros. Parece haberse fugado con el resto.
Entre los perdidos hay un profeta. Un hombre al que los demás consideraban un  maestro, que asegura que la salvación está en centrarse en uno mismo. Que repite que no deben importar los dolores ajenos. Se tira por los barrancos como un niño, rueda hacia abajo sobre su propio cuerpo, se golpea contra toneladas de basura y vuelve a subir corriendo, para aclamar agitado y con el dedo índice señalando el cielo: "Concéntrense en ustedes mismos". Los de la vista perdida parecen mirarlo. Quizás llegan a recordar que aquel hombre desnudo gordo y pelado que vocifera sobre la montaña nauseabunda fue alguna vez su hermano. Pero hace mucho de eso. Ni yo, que creo tener las facultades mentales intactas, lo recuerdo.
Les hago de comer con lo que encuentro en la basura. Son nueve, uno que ya no come y yo. El que ya no come morirá pronto. Le paso paños fríos por la nuca para aliviar un dolor que no comprendo. Mientras lo hago miro para los costados porque escucho ruidos o porque siento algún olor y temo que alguno se haya hecho encima. La realidad es que no me importa lo que estoy haciendo, pasarle el paño sucio frío, mojado en agua turbia sobre la frente. A él tampoco parece importarle. No creo que pase la noche, pienso, y recuerdo que lo mismo pensé hace dos días. Debe tener veinte años. Está casi desnudo también. La ropa se fue gastando o se la fue arrancando o se la robaron.
Vienen los forajidos y arrasan con todo. Tengo que estar atenta. Podría irme. Fugarme como los otros. Dicen que hay un lugar, cerca, en donde hay felicidad. Pero me quedo aquí. No quiero irme de mi tierra. Y los de la vista perdida son lo más parecido a mi familia. Se volvieron locos con el derrumbe y con la locura del resto. Como si fuera un contagio. Una epidemia. Yo me lavo las manos en el agua turbia después de tocarlos, aunque intento no tocarlos mucho a veces ellos me tocan. Me buscan. Los esquivo.
El que se está muriendo dejó de comer cuando empezó a pensar que la comida estaba envenenada. Se acurrucaba en un rincón y movía la cabeza para un lado y para el otro cuando le acercaba la cucharada de sopa de cáscaras. Cuando aún tenía la fuerza, salía corriendo. Creo que más que miedo a que lo envenenaran, en el fondo quería morirse.
El profeta sigue gritando. La verga le cuelga entre las piernas como a los viejos, grande y grotesca. Inservible. El dedo índice sigue señalando el cielo. El moribundo abre la boca. Presiento la muerte. La huelo. Algo negro sale de su boca. Le bajo los párpados. Un espasmo mueve el cuerpo por última vez.
"Concéntrense en ustedes mismos", grita el hombre gordo que en un tiempo fue cristiano. Tiene un libro bajo el brazo. Nadie sabe qué dice, quién lo escribió. Creo haber escuchado que él mismo tomaba notas de sus propios pensamientos. Él era su propio maestro. Se tira otra vez por la ladera de la montaña de mierda y comida podrida. Rueda y ríe a carcajadas. No recuerdo el nombre del que acaba de morir.




viernes, 21 de marzo de 2014

Escupir

Si pudiera escupir, llenaría de saliva el piso. Tengo algo atragantado pero por más que junto y junto saliva en lugar de escupirla, me la trago. No está bien salivar en la calle. En frente de todos. Solo quiero llegar a casa para escupir.
Un señor me toma del brazo y me pregunta dónde queda La manzana de las luces. Lleva un mapa. Debe ser extranjero. Me trago la saliva y le señalo enfrente. Lo veo entrar con paso lento pero entusiasmado. Su vida tiene un sentido. Al menos en este instante.
Podría establecer sin ningún tipo de error quiénes de los que me rodean tienen algún tipo de finalidad hoy. Nos concentramos en el semáforo y avanzamos como un ejército de idiotas. Ahora volviendo a casa. Por qué no podría escupir entre la gente. Me lo pregunto y me doy cuenta de que nadie vería lo que hago. O sí, pero a nadie le importaría. No lo hago.
Trago la saliva otra vez.
“No es de niñas escupir” y me arrastraron de la oreja en pleno concurso con mis primos para ver qué escupitajo llegaba más lejos. Sin tele, sin internet, sin libros ni revistas, en el medio del campo mientras todos duermen la siesta, no hay mucho para hacer. Uno se tiene a uno y a su cuerpo. Y a sus primos. Y a la saliva.
Alguien me empuja mientras bajamos escaleras abajo. Todos están apurados. La sensación de que el subte va a pasar un segundo antes de que lleguemos al andén nos posee a todos. Nos motoriza. Y aceleramos. Todos a la vez. Yo no puedo ir más rápido. Solo dejo que me golpeen y empujen mientras pasan. Pensarán “esta boluda que no se apura” pero no me importa.  Al final vamos a terminar todos apiñados un buen rato. Es como una tortura. Muertos de calor pero abrigados porque arriba está fresco, nos contorsionamos para no rozarnos, para no pegarnos, para no matarnos.
Si la flaca de anteojos que hace que lee un libro se dejara llevar por el día que tuvo, o por la semana que tuvo, mataría al tipo que la está apoyando sin querer; pero en lugar de eso mueve un poco la cola para un lado y pasa la hoja 32 de Cincuenta sombras de Grey. Dos vagones más adelante deben estar afanando. Lo sé porque a esa hora están siempre. Te roban lo que pueden y si los mirás o los ves te ponen una cara que te hace temblar las piernas. A mí no me da miedo que me roben, me da miedo que me miren con esa cara.
Llegando a Carabobo el subte ya está más vacío. Una chica se corre para dejarme sentar. Chatea por blackberry. Tan fácil sería para mí mandar un mensaje pero no. Me prometí no escribirle. La última vez que le dije de vernos me arrepentí. Toco mi cartera para sentir el celular y cerciorarme de que lo agarré. Lo apagué a las cuatro de la tarde, harta de los llamados de Joaquín y no lo había vuelto a prender.
A Joaquín lo conocí en una fiesta gay. En plena época post separación, cuando todo me importaba muy poco y hacía lo que podía.  A veces era estar tirada todo el día en la cama, otras era laburar hasta caerme redonda de sueño. Casi siempre era tomarme todo lo que encontrara. Los sábados salía con mis amigas y terminábamos en cualquier lado. Como en la fiesta esta, donde conocí a Joaquín. Fue la primera vez que me fui de un boliche con alguien. Estaba en plena etapa “dejarme llevar”.Y así fue. Después de hablar un poco, de escuchar frases hechas, me preguntó: ¿tu casa o la mía? Otra frase hecha que yo escuchaba por primera vez. Me pareció “más seguro” la casa de él. Podría irme cuando yo quisiera, pensé. Mi imaginación es corta ahora que me doy cuenta. Algo de miedo me daba pero él me inspiró confianza. Será porque me agarró de la mano y cuando le dije que era la primera vez que me iba con alguien de un boliche me dijo que él también. Será porque tenía cara de nene. O de nena. Me pregunté si era gay.
Nos desvestimos mientras nos besábamos. Le saqué la camisa. No tenía ni un solo pelo. Flaco, rubio, alto y sin un pelo. En el medio del pecho, un tatuaje que era una palabra o dos. Alcancé a ver letras. 
Me costó dormirme, hacía calor y quería irme a casa pero no me dio para despertarlo. Miré su tatuaje. Las letras eran góticas: “Remember” ocupaba todo el pecho
Nunca me dijo qué era eso que tenía que recordar. Imaginé que cuando ganara su confianza me lo diría pero aún sigue siendo un secreto para mí. Y supongo que lo será para siempre. Salí con Joaquín seis meses. Hasta hace unos días. Y no deja de llamarme. Ni sé por qué me fui con él del boliche, ni por qué estuvimos seis meses juntos. El tiempo se fue rápido. Yo lo pasaba bien aunque él nunca entendió mi humor ni yo su bucólica manera de vivir, su silencio y sus secretos. Las cosas iban apareciendo de a poco, una ex mujer, un hijo en Bariloche, la merca. Escuchábamos Morrisey a todo volumen desnudos en la cama y para él eso era todo. A la cuarta vez de hacer lo mismo, me aburrí. Quería hacer otra cosa, ni sé qué. Otra cosa. Toda su inventiva y originalidad estaba puesta en la cama: se esmeraba demasiado. Compraba cosas, juguetes, lencería. Que te tapo los ojos, que te esposo a la cama, que disfrazate… Nos veíamos los fines de semana, como mucho dos días, así que técnicamente salimos menos de treinta días. En el medio me mandaba por txt todo lo que me iba a hacer la próxima vez que nos viéramos y de algún modo, todo ese esfuerzo en el sexo, toda esa apatía por la vida real, por comunicarse conmigo terminó siendo contraproducente. No pude acabar. Y fue lo peor que le pudo pasar a él. Redobló la apuesta y se esmeraba como nadie pero yo no podía y tuve que fingir para que me sacara de una buena vez la mano, la lengua o lo que fuera que me había metido. Me hizo jurar que no había fingido y le mentí.
Ahí me di cuenta de que la cosa no iba para ningún lado. Yo esperando algo que no iba a tener. Y él, igual.
Si prendo el celular ahora voy a tener 98 llamadas perdidas de Joaquín. Remember le dicen mis amigas a Joaquín. Yo le digo JR. Cinco llamadas perdidas, 3 mensajes de voz y 2 de texto. Estuvo tranquilo.
No es que me haya borrado, le mandé un mail. De cobarde. Un mail en el que decía que me había gustado mucho conocerlo, que había aprendido muchas cosas (que no enumeraba) pero que todavía no había podido superar mi separación. Que me disculpara. Que necesitaba tiempo. “Tiempo”, repetí después del punto final. Y después nunca más le atendí el teléfono.
Los mensajes de voz decían más o menos lo mismo: “Hola, ehhh, bueno, leí tu mail. No entiendo bien qué te pasa. Llamame”. Los mensajes de texto eran más jugados: “Espero que te vaya bien en la vida. Creo que me merecía otro tipo de trato”.
Sé que tengo que llamarlo. Pero sé que no voy a poder mentirle si lo hago. No me hago la santa, la que nunca miente, simplemente me es más sencillo mentir por escrito. También me es más sencillo decir la verdad por escrito. Es raro. Digamos que me es más fácil todo por escrito. O que todo lo personal, telefónico o presencial, me es muy difícil. Cómo decir: Hola, mirá te fui conociendo y no me fuiste gustando. Me pasó justamente al revés. Igual por ahí soy yo. Cómo no decirlo. Cómo tener a la persona en frente y decirle que todavía no superé la separación cuando estuvimos curtiendo por seis meses.
Voy a llamarlo. Otra vez las ganas de escupir. A ver si puedo ahora que estoy en casa. No. Tampoco. Junto la saliva bien, está todo listo pero cuando tengo que escupir me da como impresión y me la trago.
Tengo un mail de Joaquín, también. Dice que está triste, que le hubiera gustado que lo llame. Tiene razón, pobre. No se merece esto pero no puedo hacer otra cosa. No puedo. En un par de días se va a olvidar, aunque se llame Remember se va a olvidar de mí y yo de él. Lo nuestro no fue nada. En unos años voy a tener que hacer fuerza para acordarme del nombre. Lo sé. Ahora no puedo llamarlo. Dice que soy una chota porque no tuve los huevos de … Pone tuve con b larga. Idiota. Si hay algo que me quita todo interés son las faltas de ortografía. En un sms vaya y pase pero en un mail que tenés el corrector, es desinterés. Así que no “tube” los huevos de llamarlo. Tubi tres, pedazo de pelotudo. Ahora no te voy a llamar una mierda.
Qué bronca que me diga chota. Odio sentir que alguien piensa eso de mí. Yo ¿una chota? Por qué porque no puedo mirarte a la cara y decirte que sos un freak de mierda que se depila la entrepierna y las gambas como una mina, que todavía no me supo explicar qué hacía en la fiesta gay, que toma merca para “animarse”, que tiene un pibe que no ve hace meses… por favor, y la chota soy yo por no llamarte. Le escribiría: JR, andate a lavar bien las patas. Pero no puedo. Soy muy educada. Soy tan educada que cuando pienso realmente en qué decirle me sale “andate a lavar bien las patas” que no tiene malas palabras. ¡Qué educación eficiente, por favor, no tiene fisuras!
“Las niñas no dicen malas palabras” y la concha de tu madre. Por qué las mujeres no podemos expresar lo que nos pasa con palabras sucias, prohibidas, insultantes. No es que no pueda decir malas palabras pero queda mal. En una mujer queda mal. Entonces las digo entre mujeres, o sola pero delante de un hombre, la boca se me haga a un lado.
Igual hay peores que yo. Queda mal decir “chabón”, me dijo una vez una amiga. ¿Estamos todos locos? Y si alguien tiene ganas de putear y es mujer se tiene que tragar la mierda para adentro. Tiene que escupir para adentro. Putear para adentro. Pudrirse y con una sonrisa decir “por favor”.
Chota. Cómo me va a decir chota. Todo el esfuerzo que hice para que él se sintiera bien. No le dije nunca nada de sus faltas de ortografía, de su falta de interés, de sus amigos y ahora soy una chota…

Agarro el celular para llamar a JR pero me acuerdo que lo prendí para llamar a Martín. Para no llamarlo en realidad. Para reprimirme las ganas de hacerlo. Pero no puedo.
¾     Hola, ¿Martín? ¿Podés hablar? Dale, llamame cuando puedas. Beso
Yo sola me mando. Está con su mujer y tengo clarísimo cómo viene la mano. Ya me dije mil veces que no iba a volverlo a llamar. Pero en este momento por algún motivo es al único al que quiero ver. Quiero que venga y me bese y me diga que me quiere y después de que hagamos el amor, se vaya. Quiero quedarme extrañándolo. Quiero sentir algo de ese momento. De esa falta. Quiero sentir algo real.    
¾     Hola, sí. Perdoná recién que… Dale. Te espero. Sí, tipo once y media está bien. Beso
Qué habrá inventado. A las once va a salir de la casa… dirá que se va a tomar algo con los amigos. No sé… Cuántas veces me habrán engañado con la misma historieta. Cuántas no, y yo la pasaba mal pensando que sí. Y lo esperaba, sufriendo, porque era el amor de mi vida, en aquella terraza recién comprada. Sola. A las tres de la mañana. Lo veía volver borracho. A veces no volvía y pasé de creer que me engañaba a darme cuenta de que no quería estar conmigo. El dolor fue mucho más real. Por ahí a él también le era más fácil decir las cosas por escrito pero nunca me escribió ni me dijo nada. Y yo seguía esperando en la terraza. Cuántas veces fui la mujer de Martín ahora.
Y ahora que no soy la mujer de nadie, voy a ser más que ninguna la mujer de Martín. En una hora llega, mejor que me apure. Un baño, tender la cama y ordenar un poco. Tengo un vino por las dudas aunque nunca quiere tomar nada.

Hoy Martín vino puntual y se fue a horario, para las doce y media estaba en la calle. La noche está preciosa a pesar del fresco. Es de esas noches estrelladas y claras. Desde acá puedo ver toda la ciudad. Es hermosa cuando duerme. Mañana, de día, volverá a darme asco. 



martes, 18 de marzo de 2014

Ilusión

Entonces, de repente, se levantó de la mesa.
No lo hizo bruscamente. Tampoco fue delicada. Simplemente se puso de pie, dejó la servilleta junto al plato y se fue.
Tenía puesto una remera celeste, sin mangas, cuello bote con un borde gris oscuro de raso y una pollera azul. Borcegos negros. El pelo suelto. Los labios rojos.
Cuando dejó la servilleta blanca sobre la mesa de melanina pintada y sin mantel, alcanzó a mirarse las manos. Sin darse cuenta tenía los puños cerrados. Como si se aferrara.
Pero soltó la servilleta y se fue.
Se olvidó la cartera, en el afán de irse. Siguió adelante, caminando entre las mesas. Solo podía ir en esa dirección, hacia adelante, hacia la salida, hacia afuera.
El maitre de siempre la acompañó apurado y le abrió la puerta. La llamarada de aire helado le congeló la cara. Las dos copas de vino, las carcajadas y la ilusión se le vinieron a la nuca, a la garganta, al estómago.
La mano de uñas pintadas esa mañana agarró la panza para evitar el vómito. Pero fue en vano.
Se sostuvo el pelo con la misma mano para no mancharlo o como un instinto.
Apoyada contra un árbol, muerta de frío, sintió el gusto que le había quedado en la boca. Siempre le había llamado la atención ese sabor, el gusto inconfundible del vómito. La conectaba con lo real, con lo físico. La rescataba de la fantasía de la vida perfecta. Le recordaba la putrefacción, la muerte. De algún modo, la ponía en sintonía con quién era: una chica de provincia intentando ser feliz pero completamente sola y a su merced. Un cuerpo como cualquier otro alejado de los destinos y los merecimientos. Solo lo que ella hiciera en ese momento, ella -su cuerpo-, ella -su mente-, era lo único que podía hacerla sentir mejor. No había -recordaba ahora- caminos mágicos. Ni futuro. Había de vez en cuando, una carcajada, a veces dos. Unas copas de vino y la persistencia de su ilusión.

lunes, 3 de marzo de 2014

Que sea en invierno

Cambié de opinión. Que sea en invierno. Sí, el frío es el mes que mejor le sentaría a nuestro amor. Además, podemos seguir tomándonos un tiempo -de ahora hasta junio- para mantener la distancia y el deseo. Como hasta ahora. Quiero decir, sigamos haciendo esto de un llamado, distancia, otro llamado, distancia y más o menos para mediados de junio, digamos el 19 o el 20 me llamás pero esta vez para por fin invitarme a tomar un vino. No quiero ir a tomar una cerveza, te lo aclaro desde ahora. Desde hace unos años la birra me empezó a caer mal y además, podemos tomarnos cuatro que no va a pasar nada. El vino tiene otros tiempos. Elegí vos cuál que yo no tengo idea. Sé que prefiero Malbec pero nada más. De ser posible me gustaría que piquemos algo, no hace falta que me invites a cenar. Me voy a poner un pantalón negro y una camisa rosa con rayitas amarillas que me regalaron para navidad. Sé que parece que no combina pero vos dejame a mí. Ah, me corté el flequillo. Hace meses que no nos vemos así que te lo aclaro para que te vayas haciendo a la idea. Arriba de la camisa, un saquito por el frío. Te paso a buscar o nos encontramos en algún lugar, donde vos digas pero no quiero que vengas vos a buscarme. No sé bien por qué. Elegí un lugar lindo, no como el último en el que estuvimos hace más de un año que era un bajón, luces y vidrieras, el típico café menemista. Debería ser un restaurant o uno de esos lugares de tragos, pero no un bar con pool y mesas de madera. Yo te paso a buscar. Vos bajás. Vamos caminando. Me abrís la puerta del restaurant, nos sentamos uno frente al otro, me preguntás cómo estoy. Quiero que me mires a los ojos. Que me hables. Que me escuches. Pero quiero que en algún momento me interrumpas. Que me digas que no aguantás más. Que al fin, te animes a decirme lo que sentís por mí. Que dejemos de escondernos. De llamarnos, de escribirnos y desaparecer. Quiero que dejemos de pensar que podemos ser amigos. De pensarnos. De extrañarnos sin casi conocernos. De odiarnos por no poder dejar de imaginar un beso que nunca nos dimos. Un beso que no llega. Pero esperá, no me beses todavía. Esperá un poco más. Hablemos de los miedos. De por qué todavía no es el momento. Alarguemos esto antes de arruinarlo. Antes de constatar que el beso de los sueños es un beso real que puede desilusionarnos. Sigamos hablando un poco. Contémonos todo lo que nos queda por resolver para poder besarnos tranquilos. Contémonos los procesos que tenemos que hacer para sentirnos seguros. Contame sobre las decisiones que tenés que tomar y no te animás. Prometeme que pronto las vas a tomar y vas a ser feliz y me vas a venir a buscar. Yo te voy a contar sobre las trabas, los impedimentos, mi falta de libertad y cómo me voy a organizar para poder vernos. Te voy a jurar que no bien me organice voy a estar menos cansada y más alegre. Hablemos de eso. Si querés podés agarrarme la mano mientras tanto. Eso me gustaría. Yo por ahí me animo y te acaricio con la otra mano. De repente podés bordear la mesa, no me voy a incomodar, y te podés sentar al lado mío. Estamos en uno de esos restaurants con boxes así que podés venir más cerca. Me corrés el pelo hacia atrás. Yo miro para abajo. Me levantás la cara desde el mentón y te sacás los anteojos. Me mirás a los ojos. Me encantan tus ojos. Son sinceros pero callan. Hay silencio entre nosotros ahora y quizás por eso puedo sentir el calor de tu respiración. Estás más cerca. Sé que vas a besarme. Alcanzo a oler tu aliento. Es algo nuevo. Cierro los ojos. Los abro. Pongo mi mano en tu boca y te detengo. Todavía no. Todavía no es invierno.