sábado, 29 de marzo de 2014

Los perdidos II

Podría tirar el cuerpo en donde tiramos lo demás. La basura, los desechos humanos. Después de todo, este cuerpo no deja de ser eso, un desecho humano. Me pregunto qué diferencia hay entre un cadáver y la mierda. Algo me frena a arrastrarlo, pesa menos de cuarenta kilos, y dejarlo ahí, al pie de las sierras de desperdicios que fuimos erigiendo entre todos. Con cada uno de los que va muriendo me pasa lo mismo. Me pregunto para qué continúo con el ritual de enterrarlos. Soy yo sola para cavar la tierra dura, resquebrajada por los terremotos constantes, seca. Y a la pala se le salió el mango. Tardo horas en hacer un foso. Me deja la espalda con un dolor insoportable.Ya voy por el número 20. Este, del que no me acuerdo el nombre, es el 21. Así terminaré poniéndole con un pedazo de carbón a la piedra que dejaré sobre su tumba. "21". Siempre trato de poner una palabra para recordar quién era. De algunos me acordaba el nombre como de Melisa, y que le gustaba bailar. Entonces puse "10- Melisa- Bailar".
A la radio portátil que encontramos en la basura le quedaban baterías entonces no sé cómo, comenzó a salir una música que a todos nos resultó familiar. Era siempre la misma, como tambores y cantos, gritos en un idioma que ninguno alcanzaba a comprender. Al profeta le agarraba una crisis cada vez que Melisa prendía el aparato que había asumido como propio. Se arrancaba los pelos y se golpeaba con el libro en la cabeza. Subía a la montaña a gritar "Están todos perdidos. Vendrá él y los llevará". Algunos decían que el profeta entendía la música y por eso temía. Melisa bailaba. Daba vueltas en el aire. Se había cosido varios trapos para hacerse un vestido. Daba vueltas con el vestido. Un día en el medio de uno de los terremotos, el profeta le arrancó la radio de las manos. La tiró contra el piso. La volvió a agarrar, la volvió a tirar. Melisa se le subió por la espalda, lo agarró del cuello, le terminó de arrancar los pocos pelos que le quedaban en la mollera pero él seguía bajando a agarrar la radio y levantando los brazos para tirarla fuerte contra el piso hasta que ya no quedó nada. Ya no quedó nada y vino el silencio. Por unos días Melisa bailó igual. Se agarraba la punta del vestido y daba vueltas, como si tuviera aún aquella música en la cabeza. Al profeta se le agrandaba una vena que le salía de un ojo y le llegaba a la nuca. Le latía, parecía que iba a explotar. Pero después, tuvimos que enterrarla. Apareció muerta en la punta de la barranca. El profeta gritaba "Sáquenla de acá, sáquenla de acá". Los ojos celestes de Melisa estaban petrificados de terror. Ahí aprendí que a los muertos hay que bajarles los párpados con una caricia. Le encontramos uno de los parlantes de la radio incrustado en la garganta. Se le había atravesado hasta dejarla sin aire. Nadie dijo nada. La cargamos entre los cuatro que éramos entonces, hicimos el pozo, la enterramos y le pusimos la piedra encima para identificarla.
Hubiera sido mejor, cuando todavía éramos varios los que podíamos sostener esto, hacer un gran foso grande e ir tirando los cuerpos ahí. Ahora hay que hacer uno por uno. Pienso otra vez en dejar de hacerlo, en tirarlo a la montaña. ¿Quién vendría a pedirme explicaciones? Veo la imagen del cuerpo acurrucado, aún de un color que destacaría sobre lo demás. El color de la piel, tan único sobre la mezcla de escombros, mierda y basura. Sobre lo podrido, ese cuerpo aún destacaría. No podría soportarlo. Busco la pala y camino hasta donde enterramos los cuerpos. Hasta donde entierro los cuerpos.
Se acerca la noche, el atardecer es rojo, naranja.
Doy varias paladas. Me seco la frente con el paño sucio y sin darme cuenta la mojo. No sé si estoy transpirando o no. Desde allí, puedo ver la figura del profeta en negro, su índice extendido, sobre la montaña y detrás una especie de círculo amarillo que baja. Sé que tiene un nombre, sé que es algo bueno porque nos calienta y cuando sale se va la oscuridad y los forajidos ya no se acercan. Puedo dormir un rato. Pero no sé mucho más.
La noche está cerca y deberé estar más atenta aún. Los de la mirada perdida empiezan a agitarse. Cuando la bola amarilla desaparece, se vuelven incontrolables. Algunos se escapan corriendo, dos nunca volvieron, otros se tiran al piso y comienzan a contorsionarse. Me piden algo. Siempre pienso que es agua. Se calman con el agua podrida que les acerco pero quizás lo que quieren es otra cosa.
El agua se está acabando. La saco de un pozo que encontramos con los otros, cuando todavía estaban. No puedo precisar hace cuánto. Pero sé que el agua, el agua se acabará pronto. No debería darles tanta agua a los perdidos. Me pregunto qué sentido tiene mantenerlos con vida.


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