martes, 18 de marzo de 2014

Ilusión

Entonces, de repente, se levantó de la mesa.
No lo hizo bruscamente. Tampoco fue delicada. Simplemente se puso de pie, dejó la servilleta junto al plato y se fue.
Tenía puesto una remera celeste, sin mangas, cuello bote con un borde gris oscuro de raso y una pollera azul. Borcegos negros. El pelo suelto. Los labios rojos.
Cuando dejó la servilleta blanca sobre la mesa de melanina pintada y sin mantel, alcanzó a mirarse las manos. Sin darse cuenta tenía los puños cerrados. Como si se aferrara.
Pero soltó la servilleta y se fue.
Se olvidó la cartera, en el afán de irse. Siguió adelante, caminando entre las mesas. Solo podía ir en esa dirección, hacia adelante, hacia la salida, hacia afuera.
El maitre de siempre la acompañó apurado y le abrió la puerta. La llamarada de aire helado le congeló la cara. Las dos copas de vino, las carcajadas y la ilusión se le vinieron a la nuca, a la garganta, al estómago.
La mano de uñas pintadas esa mañana agarró la panza para evitar el vómito. Pero fue en vano.
Se sostuvo el pelo con la misma mano para no mancharlo o como un instinto.
Apoyada contra un árbol, muerta de frío, sintió el gusto que le había quedado en la boca. Siempre le había llamado la atención ese sabor, el gusto inconfundible del vómito. La conectaba con lo real, con lo físico. La rescataba de la fantasía de la vida perfecta. Le recordaba la putrefacción, la muerte. De algún modo, la ponía en sintonía con quién era: una chica de provincia intentando ser feliz pero completamente sola y a su merced. Un cuerpo como cualquier otro alejado de los destinos y los merecimientos. Solo lo que ella hiciera en ese momento, ella -su cuerpo-, ella -su mente-, era lo único que podía hacerla sentir mejor. No había -recordaba ahora- caminos mágicos. Ni futuro. Había de vez en cuando, una carcajada, a veces dos. Unas copas de vino y la persistencia de su ilusión.

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