martes, 19 de noviembre de 2013

Otra cosa


Siempre está pensando en otra cosa. Entonces no recuerda si habló, si le hablaron, qué día es, su cumpleaños. No es que no piensa. Piensa en otra cosa. Piensa en la muerte de sus hermanas. Por eso cuando alguien dice “se murió”, “se suicidó”, “accidente”, o “cáncer” para la oreja. Y a veces hasta logra repetir lo que escuchó.
Hasta el hartazgo.
Y en la tele dicen mucho “muerte”, “asesinato” y “enfermedad”. También debe pensar en el sexo o en que no debe pensar en el sexo porque cuando alguien dice “coger”, “eyacular” o simplemente “relaciones sexuales” también lo retiene. Pero se enoja un poco. Como que de eso no está bien hablar. Lo refiere para reprobarlo. Eso recuerda: que de eso no está bien hablar, de eso, del sexo y entonces recuerda el sexo y vuelve a reprimirlo.
También retiene “infidelidad” y “gordura”, “sobrepeso”, “anorexia”.

Mi mamá tiene Alzheimer. Se fueron borrando los trazos que delimitaban la lógica y  la irrealidad. Lentamente. Dolorosamente. Para ella y para mí. No digo para todos porque no somos más que ella y yo. Y eso también vuelve todo más doloroso.
Pienso en su mente como un castillo de arena. Quedan pocas huellas de las que se agarra. Quedan las monturas sobre las que edificó su pensamiento, su vida, su moral. Quedan todavía, la muerte y el sufrimiento. No queda el placer. No hubo entre sus estructuras nunca, un andamiaje para el placer. Entonces ahora tampoco está el placer en su discurso. Solo sonrisas. La sonrisa de siempre. Cada  vez más esporádica pero persistente. Sonrisa para afuera, por una causa, por un chiste en un programa de un sábado a la tarde, un chiste que no entiende pero que entienden los demás y se ríen y entonces ella también.
Porque todavía no quiere dejar de estar, de permanecer, de conectarse. Será por eso que también se acuerda de ver programas políticos y noticieros. Para saber, para estar al tanto, para decirme que me abrigue antes de salir, para avisarme que hoy a la noche va a llover, pensando que es domingo. 
Desde hace un tiempo me animo a apoyarme cada tanto contra su hombro. Y ella me acaricia el pelo, me dice que lo tengo precioso. No dice “hermoso”, dice precioso y yo cierro los ojos y a veces me dejo caer sobre su regazo. Entonces me acaricia la oreja, la cara y me sigue diciendo qué linda que soy. Y yo le digo que no. Y ella asegura que sí. Las manos están flacas, las uñas largas porque me atrasé y no se las corte después del último baño. La contextura física es cada vez más volátil, como si ella toda fuera un castillo de arena.
Pero me contiene.
Debe de haberle dado el sol a la arena con la que está hecha mi mamá. Porque de ella emana un calor que me envuelve. Y a veces rechazo.
Porque me quema verla así.
Me quema por dentro.
Mi estructura es de hierro y le escapo al calor.
No hay lugar en mis molduras para la flaqueza, ni para el descanso. Hay recovecos extraños, imaginarios que a veces me permiten reír desde adentro. Sé, mi mamá siempre me lo avisó, que la vida es dura. Que hay que aprovechar los momentos lindos porque enseguida vienen los feos. “Es como el debe y el haber”. Y siempre viví con miedo los momentos lindos. Ahora el miedo está en la estructura, en el frío del hierro, en su rigidez. El miedo.
Miedo a no saber sostenerla a pesar de su fragilidad. Miedo a que se me escape la vida, el amor, la soledad, por sostenerla y que se siga escapando entre mis andamios oxidados.
Mi estructura es de hierro y le escapo al calor.
Pero lo necesito.
La contradicción permanente de vivir.
De vivir entre los otros.

De ser por momentos los otros. Ser ella y pensar que mi vida fue una mierda. Ser ella y pensar que se me acabó la lucidez para no recordar tanto dolor. Sentir el dolor. Sentirlo ahora, tanto. Tanto que nunca me lo habría podido imaginar. Como quien dice un millón de dólares. Un concepto. Dolor acumulado. Dolor de todos los que vivimos. Y vemos pasar la vida pensando en otra cosa.

Llueven sapos

Cuando se acercaba la tormenta, la casa se llenaba de sapos así que con el tío, les atábamos un piolín y los sacábamos a pasear como si fueran mascotas. ¿Qué es un piolín, pa? Es como una soga. Bueno, en este caso eran cordones o lo que encontráramos que sirviera de correa. Sonreí y le pedí que me contara más. 
De ahí viene la expresión, “llueven sapos”. Antes de la lluvia y sobre todo en verano, empezaban a caer del cielo de a cientos, me dijo señalando hacia arriba. Cuando lleguemos -le dije- voy a hacer lo mismo que vos y el tío. Bueno pero ojo, que hay que saber distinguir a los sapos de los escuerzos. ¿Qué es un escuerzo? Es un sapo pero que si te hace pis en los ojos te puede dejar ciego… Y ¿cómo te das cuenta cuál es cuál? Los escuerzos son más grandes y más gordos.
¿Y qué más, pa? ¿Cómo, qué más? Claro, qué otra cosa pasa allá. Bueno -dijo mientras abría la puerta de casa para salir- el calor es tan tremendo que la gente duerme en las piletas… así que más te vale que hayas guardado la malla en el bolso. Puso su sonrisa de costado y me pellizcó el cachete antes de darme un beso, decirme portate bien ¿eh? y verme subir al auto de mi abuelo, un opel color champagne que por entonces era casi un último modelo.
Me acomodé en el asiento de atrás. Justo en el medio de mi prima y sus muñecas, y mi tío Pato. Adelante, mis abuelos. Iba a ser un largo viaje. Ellos, mis abuelos, habían nacido en Casbas. Allí se habían conocido, enamorado y tenido a mi papá hasta que la enfermedad de mi tío los había hecho irse.
Como siempre, yo había averiguado todo lo que podía de ese lugar que nadie me podía decir si era pueblo o ciudad. Sabía que cerca de la entrada todavía estaba la casa en donde había nacido mi papá. Que ahí vivía mi bisabuela la mitad del año, con una hermana de mi abuela. Que ahí la gente se conocía y que todos sabían todo de todos. En el auto, mi prima también me contó que ahí vivía un primo nuestro que era experto en ring raje. Que ese verano nos estaba esperando para hacer “su obra maestra”. Me lo contó en secreto y bajó aún más la voz al decir “su obra maestra”. Cuando llegáramos, durante la siesta, lo íbamos a acompañar hasta una casa en donde el timbre sonaba ding dong y él le iba a poner cinta scotch para que sonara ding dong ding dong sin parar. Nos estaba esperando para  hacerlo porque si lo agarraban teníamos que decir que habíamos sido nosotras: a él lo conocía todo el pueblo y a su papá más. Mi prima lo había arreglado todo con él, en un viaje que había hecho con mis abuelos el verano anterior. Ella también me contó que íbamos a parar en la casa de este primo, que tenía pileta, un padre médico y una mamá con cara de ángel.
Tardamos 16 horas en llegar. La casa era enorme pero todos se habían concentrado en una especie de quincho abierto junto a la pileta. Tanto tiempo, tanto tiempo, decían y nos abrazaban. Déjenlos en paz que deben estar cansados, ordenó mi bisabuela con ese acento andaluz que nunca se quiso quitar de encima, y pronto estuvimos repartidos en las habitaciones. A mi prima y a mí nos tocó la de acolchados floreados y estantes con peluches. Tenía una ventana que daba justo a la pileta. Vení, mirá, me dijo mi prima y nos asomamos. Ves aquel rubio. Sí. Bueno, ese es Lucas, nuestro primo el del ring raje. ¿Y los otros? No sé, supongo que amigos de él. Vamos, dijo mi prima y bajó las escaleras corriendo, lista para la pileta. Yo no encontraba la malla por ningún lado, me sentía un poco cansada y me dolía la panza pero me apuré y salí corriendo detrás de ella. Al segundo estábamos en el agua, jugando la mancha acuática más divertida del mundo con cuatro chicos que se habían aprendido nuestros nombres. Me pareció ver un sapo entre las hojas bajas de una enredadera y pensé en mi papá. Presentí que ese sería el mejor verano de mi vida y que tendría mucho para contarle.
Acompañame a la habitación, me dijo mi prima de golpe. No hubo forma de decirle que no, ni de saber por qué quería que nos fuéramos de la pileta. La seguí, como siempre. Hacé lo mismo que yo, me dijo como si hiciera falta, y se puso una toalla en la cintura. Eso hice y nos tiramos en las camas con todo el cuerpo mojado, a jugar con sus muñecas. ¿Por qué te quisiste ir de la pile? Porque sí. ¿Te duele la panza? No, me dijo y me preguntó ¿a vos? Un poco, le dije. ¿Por qué no le decimos a la abuela? No, dejá, no me duele tanto, sigamos jugando. Bueno, pero me voy a cambiar la malla que tengo frío, además, nos van a retar si no.
Cuando salió del baño totalmente cambiada y peinada con una vincha blanca, entré yo. Tiré la malla a un costado para ponerme un short y una remera. Mi malla era de mi color preferido, verde petróleo, con unas rayitas naranja a los costados, por lo que el rojo sangre que pude ver en la parte de la entrepierna me paralizó.
Supe instantáneamente que tenía que ocultarlo. Pasé de lavar la malla a mano y con jabón de tocador a inspeccionar en el baño por algo para no mancharme más. ¿Estás bien? Me preguntó mi prima desde la habitación. Yo vuelvo a la pile, vos quedate si te duele la panza. Sí, sí. Estoy bien, andá. ¿Se habría dado cuenta mi prima? Mejor no preguntarle. A la primera de cambio le diría a mi abuela y todos estarían felicitándome porque ahora era señorita. 
¿Estás bien, querida? Tu prima me dijo que te dolía la panza y por eso no bajabas a la pileta. Sí, sí, estoy bien, abue, ahora voy. Bueno, vamos a tener que decirle al tío que te revise si seguís con ese dolor, dijo mientras se alejaba por la escalera. Sentada en el inodoro como estaba, traté de reconstruir el camino a la ruta que me devolvería a casa. No pude. Esa misma noche levanté fiebre. Al día siguiente, no tuve fuerzas para escapar a la revisión de mi tío médico. Fue terminante: tiene otitis, dijo. Si para mañana no le baja la fiebre, recomiendo darle Novalgina inyectable así nos quedamos tranquilos. Estaba parada frente a él, en el consultorio que tenía en otra parte de la casa. Mi tía con su cara de ángel me decía que no me preocupara. Mi abuela renegaba porque siempre había problemas.
¿En dónde? ¿En dónde qué, corazón? Preguntó mi tía. ¿En dónde me tienen que dar la inyección si no me baja la fiebre? En la cola, pero no te preocupes que ni la vas a sentir. Me largué a llorar y salí corriendo. Por ningún motivo iba a bajarme la bombacha. Corrí y, a las dos cuadras, encontré a mis primos acercándose a la casa del timbre ding dong. La “obra maestra” estaba en su etapa inicial. Mi primo sacó la cinta scotch del bolsillo del pantalón y cortó con la boca un pedazo. La colocó con cuidado sobre el timbre. Nos miró. Prepárense, dijo, y deslizó su dedo de un extremo al otro de la cinta. El corazón me latía a mil por hora. Diiing escuchábamos mientras nos escapábamos. La risa no nos dejaba correr bien ni escuchar. Diiing. Frenamos atónitos. ¿Y el dong?
Del espanto por el resultado de su experimento, mi primo había quedado petrificado en medio de la calle. Mi prima y yo lo llamábamos desde la esquina. Sentí que me manchaba el short, vergüenza y miedo. Estaba transpirada por la fiebre y tenía cada vez más pánico de que me descubrieran. Ocultar la mancha, que frenara la sangre. Eso quería. Lo agarraron, tenemos que ir, ordenó mi prima y me agarró la mano para acercarnos. Lucas, de frente a nosotras, nos miró sin entender. La dueña de la casa le decía cosas horribles. 
Fuimos nosotras, dijimos. 
La señora se dio vuelta y nos llevó a los tres casi arrastrando a lo de mis tíos. Mi primo repetía sin parar que nos iban a sacar la pileta, que nunca más nos iban a dejar volver a pasar las fiestas con ellos, que lo perdonáramos, que lo perdonáramos.
Como era de esperar, hubo castigo, pero no me importó. Pensaba en mi sangre y en cómo esconderla para siempre. 
Al rato se acercó una tormenta que puso el cielo violeta a las cuatro de la tarde. El entusiasmo inundó la casa, prepararon paraguas, cámaras de fotos, piolines y pronto estuvieron todos listos afuera para ver los sapos que parecían caer del cielo. 


miércoles, 17 de julio de 2013

Corazón de melón

"Corazón de melón, el año que viene me caso con vos." 
Ángela se hamaca.
El calor de la siesta se apelmaza con el silencio de las manos sucias, las uñas con tierra se aferran a la soga de la hamaca.
Adelante, piernas estiradas, atrás, dobladas, adelante, piernas estiradas, atrás, dobladas.
Patear unas piedras al bajarse es casi una costumbre. Inventar escondites para las piedras y para las hormigas, y para las muñecas… ¿Dónde está la Barbie rubia que ella sabe que no es Barbie pero no importa? ¿Y el aro para hacer ula – ula? Mira para arriba. Ya lo recordó, el aro cuelga de una rama y ha decidido treparse. Nadie puede decirle que no. Todos duermen. La noche fue larga.
Después de los regalos, como siempre, salieron a ver los fuegos artificiales de los vecinos, hablaron de lo mucho que gasta la gente en “esas cosas”, de que igualmente “cada vez se festeja menos”. Su abuela, su madre, su padre y ella. Todos afuera.
Ahora, todos adentro, duermen una siesta arrolladora. La sidra de la noche y el vino del mediodía se combinaron con el calor de las dos de la tarde. Los platos quedaron sobre la mesa. Las moscas sobre el pan dulce.
Ángela sabe que no debe despertarlos. El silencio es un amigo traicionero. Debe ser cautelosa. Se acerca despacio al árbol al que deberá treparse. Mira su aro colgando de la rama. Casi no se mueve. Todo está detenido.
Ángela baja la mirada de la rama al árbol. Se imagina haciendo girar su ula-ula, como la noche anterior. Como siempre, nadie se acordó de comprarle estrellitas para hacerlas girar en noche buena. Pero por suerte vino el vecino, el de los fuegos, a saludar. “Feliz Navidad”, y atrás su mujer y sus hijos, Martín y Diego.  Diego le convidó una estrellita encendida y empezaron a hacerlas girar. Ángela, vincha con flores, dio vueltas y mil vueltas mientras reía a carcajadas, el vestido con volados se abría haciendo olas.
Su mano chiquita, con las pulseras que le trajo Papá Noel puestas, acaricia el árbol. Lo rodea caminando despacio entre las raíces para no caerse. Encuentra una raíz que sobresale bastante. La usa para alcanzar una rama y se impulsa. Todavía el aro está lejos pero cree que va a lograrlo. Se arrepiente de haber jugado a hacer volar el aro tan alto. Se detiene en un recoveco del árbol que le gusta. Ahí se siente como en un nido. Se entretiene con unas hormigas que van hacia la rama del ula-ula. Las ayuda a avanzar. Las hace subir a sus dedos y las deposita más adelante en la rama. Se estira para ayudarlas más. Ahora tiene que tener cuidado de no matarlas mientras se trepa. Mueve su mano. Las pulseras chocan entre sí y hacen el mismo ruido que las pulseras de su mamá. Qué linda es su mamá. Ángela imagina que es tan linda como ella. En Navidad, su mamá llora y su abuela también. Se abrazan y toman pero no brindan como ella vio que brindan en año nuevo su papá y sus tíos. Toman y lloran y después se van a dormir. En el medio abren los regalos que siempre es uno para cada uno, menos para Ángela que siempre recibe dos. Este año fueron las pulseras de colores que hacen ruido y un cuaderno con un lápiz mágico que escribe con brillitos. Ángela se acuerda del cuaderno y le dan ganas de ir a buscarlo para escribir ahí bien grande “qué linda es mi mamá” y “cómo te quiero papá”. Se queda pensando. También escribiría “qué tonto es mi vecino Martín”. Y dibujaría alrededor un círculo como el del ula-ula pero de color rojo.
Diego no es tonto, piensa Ángela. Diego fue el que le regaló la estrellita. Qué linda la estrellita, piensa Ángela. Eso también escribiría pero “estrellita” es una palabra muy larga, así que la dibujaría. Eso haría, escribiría “qué linda la” y dibujaría una estrella y la pintaría de amarillo.
Pero la estrellita se apagó en seguida, y se quedó con el palito en la mano esperando otra. Fue entonces cuando Martín, que no había dejado de mirarla fijo mientras ella giraba y giraba entre la chispa de la estrella, congeló su sonrisa hasta convertirla en llanto.
“Papá Noel no existe”.
Ángela lo negó.
Martín se lo repitió.
“Papá Noel no existe”
Ángela corrió y se acurrucó en el mismo lugar en el que estaba ahora, en el árbol frente a la hamaca. Ángela lloraba. Quizás por eso lloran siempre mamá y la abuela, pensó.
Hasta allí fue su padre y se metió junto a la niña en el hueco del árbol. La abrazó fuerte. No quería consolarla sino animarla a llorar. La acunó como si fuese un bebé, como si fuera su bebé, mientras le cantaba como siempre “Corazón de melón, el año que viene me caso con vos”.
Ángela se quedó dormida y amaneció en su cuarto.
Tuvo la sensación de haber soñado mucho.
De haber soñado todo.

La sensación de haber perdido algo pero también, de haber encontrado todo. 

Botines


Mientras la pava con agua para el mate hervía sobre la hornalla, Claudio decidió llamar por el aviso -alguien buscaba jóvenes con ganas de progresar y pagaba trescientos pesos más comisión- con la ilusión de que luego de un mes de trabajo podría al fin comprarse los botines.
            Los botines eran blancos, con tapones de diez milímetros y lengüeta negra, y desde hacía un mes Claudio los veía en la vidriera del local que quedaba frente a su casa. A veces entraba al negocio para confirmar el precio, otras para asegurarse de que todavía quedaba algún par número cuarenta y tres o para averiguar, con la esperanza de al menos poder tocarlos, si eran aptos para distintas superficies.  
Frente al mostrador del local, el botín en su mano izquierda, se imaginaba en la cancha: una gambeta tras otra, una pared de taco, un pase de sombrerito, el centro de su compañero y él que la paraba de pecho y hacía un gol de chilena. Sonrió y la empleada le devolvió la sonrisa mientras le preguntaba si los llevaría. Claudio dijo que todavía no, pero que los compararía a fin de mes cuando cobrara el sueldo de un trabajo que acababa de conseguir. La empleada le aclaró, como siempre que Claudio iba al local, que no podría guardárselos si no los señaba y esta vez le sugirió que se apurase porque no quedaban más que dos pares de su número.
            Claudio agradeció la información y salió apurado, más decidido que nunca a llamar por el aviso. Pero entonces, un pensamiento lo detuvo: ¿Y si llegaba un nuevo stock de botines? Volvió a entrar y le hizo esa pregunta a la empleada que todavía sonreía. Ella tomó un anotador y una birome y le dijo que se quedara tranquilo. Le pidió su nombre y debajo del “Claudio” que escribió con letra imprenta, anotó el teléfono. Ella lo llamaría no bien recibieran más botines. Aunque, le aclaró, no podía asegurarle que entraran más.
            De regreso a su casa, Claudio decidió dar una vuelta manzana para pensar si valdría la pena llamar por el aviso. Después de todo, si se vendían los dos pares antes de que pudiera señarlos habría trabajado para nada. Repetía en su mente lo que le había dicho la empleada, nadie podía asegurarle nada. Casi llegando a su casa y con un nerviosismo que empezaba a notársele, se preguntaba quién sino los dueños del negocio podrían saber si habría o no más botines, qué tan oculto y misterioso era el funcionamiento universal de la renovación de stock, qué poderoso ser manejaría a su antojo la mercadería que se entrega en cada comercio del mundo.
            Casi lo pisa un auto cuando corría de vuelta al local. Entró resuelto: no se iría sin una respuesta concreta, de modo que le planteó a la empleada su necesidad de saber si llegarían más botines o no, y si contaba con un mes de plazo para comprarlos, porque si no recibían más, él mejor ni se presentaba a su primer día de trabajo.
A la empleada le daba lástima decirle que hacía un minuto le habían comprado otro par y que ya sólo quedaba uno en su número, pero no bien Claudio terminó de hablar se lo dijo. Él retrocedió dos pasos y se tomó la cabeza con las manos mientras ella trataba de calmarlo; lo llamaba por su nombre y juraba que le avisaría si llegaban más, que quizás el par que quedaba no se vendiera nunca, que por favor se tranquilizara, que después de todo un par de botines no era algo tan importante.
Claudio, aún alterado, la miró fijo durante unos segundos. Parecía que iba a gritar, pero en lugar de eso, sonrió y le preguntó el nombre con la excusa de que ella sabía el de él: se llamaba Romina y al decirlo se sonrojó. Claudio, con el tono que hubiera usado su abuela, reconoció que era un lindo nombre y luego le preguntó qué era lo importante para ella.
Romina volvió a sonrojarse y con la mirada hacia abajo le respondió que sin dudas, lo más importante era el amor. La familia, la salud, el trabajo... dijo después, y ahora sí miraba a Claudio que le dio la razón y la invitó a tomar un café: él pasaría a buscarla a las siete cuando cerrara.
Al salir del local, no pudo evitar detenerse para ver una vez más aquellos botines en la vidriera. ¿Y si los de exhibición eran de su número? Por un momento sintió que aún tenía esperanzas, pero ¿y si el único par que quedaba era ese? Se contuvo: en lugar de entrar otra vez al negocio esperaría hasta la tarde. Regresó a su casa, comió un plato de fideos con manteca y queso y se acostó a dormir la siesta. Despertó unos minutos después de las cuatro pero se quedó en la cama hasta las cinco mientras pensaba a dónde llevar a Romina, qué ropa usar y cómo sacarle información útil sobre los botines.
A las siete menos cinco, Claudio esperaba a Romina en la puerta del local con un ramo de fresias en la mano. Romina aún usaba la ropa con la que había trabajado todo el día pero se había soltado el pelo y estaba maquillada de tal forma que parecía haber pasado horas dedicada a su aspecto. Al verlo con las flores todos los comentarios que sus amigas le habían hecho por teléfono cuando ella las llamó para contarles perdieron sentido: ya no tendría cuidado, al fin y al cabo ella sabía reconocer a una buena persona. Si se manejaba con demasiada prudencia quizás volviera a perder una oportunidad de conocer a alguien que valiera la pena.
Agradeció las flores, besó a Claudio en la mejilla y caminaron hasta un bar que quedaba en la esquina del  negocio y que se llamaba El mal de la costumbre. Tal como lo había planeado, Claudio tomó el nombre del bar como excusa para iniciar la conversación. Ella era tímida pero respondía cada vez con mayor gracia y soltura a sus comentarios, ya no se ponía nerviosa cuando tenía que hablar ni se sonrojó cuando él le apartó el pelo de la cara y le preguntó si ya alguien le había dicho lo hermosa que era.
Sin esperar respuesta, y como lo había pensado, deslizó su mano por detrás del cuello de Romina y la acercó para besarla. Después le dijo que le gustaba mucho y que se moría de ganas de invitarla a su casa, pero pronto le aclaró que era mejor conocerse antes un poco más, ir despacio, tener algo en serio. Entonces le preguntó por sus sueños y ella le contó que ese día había faltado a su clase de danza para estar con él, que soñaba con bailar en el Colón pero que para eso se necesitaba disciplina y dinero y con el trabajo en el negocio era tan difícil... Claudio la dejó hablar hasta que ella le preguntó cuál era su sueño.
Había esperado esa pregunta durante toda la tarde, pero no debía dejarse llevar por la ansiedad. Le confesó que su sueño era jugar en primera; de la manera más detallada que pudo hizo analogías entre la danza y el deporte, entre ser goleador y ser primera figura, habló del arte del fútbol y de la danza como expresión popular, hizo paralelismos entre los actos que componen las obras y los tiempos de los partidos, enumeró las similitudes entre Maradona y Nureyev hasta que por fin, comparó lo necesarias que resultaban para ella las zapatillas de ballet y lo indispensables que eran para él aquellos botines blancos.
De pronto, la sonrisa con la que Romina había escuchado las ideas de Claudio quedó congelada. Dudó por un segundo entre decirle algo o llorar pero prefirió dejarse llevar por un impulso y darle una cachetada con la mano abierta.
La marca en la cara de Claudio duró dos días enteros en los que no salió de su casa. Cuando por fin tomó coraje, se dirigió al local y, como de costumbre, fijó su vista en la vidriera.
Detrás del cristal, mientras le mostraba un exclusivo modelo de tobillera a un cliente, Romina sonreía. Claudio notó que mientras lo hacía se le formaban hoyuelos; un pequeño lunar negro sobre la boca, la tez blanca y algo rosada en los pómulos, el pelo cobrizo y los ojos verdes: solo ahora podía comprender lo hermosa que era ella en verdad.
Desde entonces, Claudio se acerca al local para ver a Romina a través del vidrio.

A veces, con la excusa de preguntar por los botines que aún continúan en vidriera, entra para ver más de cerca su hermosura. 

La tía Cata


¿Por qué habré soñado con la tía Cata? ¿Será el aniversario de su muerte hoy? No, estamos en marzo, ella murió en abril. Cómo la extraño. Lástima que no se cuidó más del corazón. Cómo me gustaría verla. Quisiera que se me aparezca, que me diga qué hacer con mi vida, qué hacer con Juliana…
            Creo que si la tía conociera a Juliana no le caería bien. A la tía Cata no le gustaba ninguna de mis novias. De Juliana diría que no sabe hacer ni un huevo frito. Y es verdad, Juliana está orgullosa de eso. En cambio la tía Cata cocinaba como nadie. Preparaba unos pastelitos de membrillo increíbles. Seguro que no le caería bien Juliana. Diría que tiene ideas raras o algo así porque ahora fue a la marcha que organizaron los chicos de la facu. En realidad yo podría haber ido, podría haberle dicho que sí a Juli, pero me da un poco de cagazo. ¿Si hay cámaras y quedo escrachado? Mejor así, tranquilo en casa, total qué puede cambiar si voy. Estuvo mejor dormirme esa siesta y soñar con la tía Cata, le voy a contar a la vieja después, se va a poner contenta.
            En realidad, se llevaban  bastante mal  mi vieja y la tía Cata pero creo que en fondo mi vieja la extraña también. Tan mal se llevaban que un día la tía Cata la ató a una silla y la amordazó para que no saliera con mi viejo. Decía que mi viejo era sucio y vago. Cuando mi vieja me contó esa historia me dieron ganas de matar a la tía pero después la entendí completamente.
            De hecho a mí mismo, más de una vez,  me dieron ganas de amordazar a mi vieja de por vida.  Pero creo que me faltó coraje. La tía Cata nunca tuvo miedo de nada, iba siempre al frente. Me decía que yo era un maricón, que nunca me animaba a hacer lo que sentía. Me decía que ella me iba a enseñar a ser todo un hombre. Una vez me mostró sus pechos y me hizo tocarlos. Me hizo rozarlos con mi boca. No me dio asco. Tenían gusto a sus pastelitos de membrillo.
            Y ese ruido. ¿Tía Cata? ¿Sos vos? Debe ser la puerta del lavadero pero me da miedo ir a ver.
            ¿Por qué habré soñado con la tía Cata? En el sueño la tía Cata se acostaba en nuestra cama. Juliana dormía y yo sólo miraba cómo la tía Cata se desnudaba y empujaba a Juliana de la cama. 
            ¿Otra vez ese ruido? ¡Tía Cata! ¿sos vos?
            Ya no tengo miedo, tía Cata. Entendí tu mensaje. A veces yo tampoco soporto a Juliana. Es buena pero tiene ideas raras y no sabe cocinar. No bien llegue de la marcha le digo que no quiero verla más.
            A vos quiero verte. Ahora quiero verte.
            Ya no voy a ser un maricón. No voy a tener miedo esta vez.
            ¿Sos vos tía Cata?

            Casi puedo verte. Casi puedo tocar tus pechos de membrillo.