martes, 19 de noviembre de 2013

Llueven sapos

Cuando se acercaba la tormenta, la casa se llenaba de sapos así que con el tío, les atábamos un piolín y los sacábamos a pasear como si fueran mascotas. ¿Qué es un piolín, pa? Es como una soga. Bueno, en este caso eran cordones o lo que encontráramos que sirviera de correa. Sonreí y le pedí que me contara más. 
De ahí viene la expresión, “llueven sapos”. Antes de la lluvia y sobre todo en verano, empezaban a caer del cielo de a cientos, me dijo señalando hacia arriba. Cuando lleguemos -le dije- voy a hacer lo mismo que vos y el tío. Bueno pero ojo, que hay que saber distinguir a los sapos de los escuerzos. ¿Qué es un escuerzo? Es un sapo pero que si te hace pis en los ojos te puede dejar ciego… Y ¿cómo te das cuenta cuál es cuál? Los escuerzos son más grandes y más gordos.
¿Y qué más, pa? ¿Cómo, qué más? Claro, qué otra cosa pasa allá. Bueno -dijo mientras abría la puerta de casa para salir- el calor es tan tremendo que la gente duerme en las piletas… así que más te vale que hayas guardado la malla en el bolso. Puso su sonrisa de costado y me pellizcó el cachete antes de darme un beso, decirme portate bien ¿eh? y verme subir al auto de mi abuelo, un opel color champagne que por entonces era casi un último modelo.
Me acomodé en el asiento de atrás. Justo en el medio de mi prima y sus muñecas, y mi tío Pato. Adelante, mis abuelos. Iba a ser un largo viaje. Ellos, mis abuelos, habían nacido en Casbas. Allí se habían conocido, enamorado y tenido a mi papá hasta que la enfermedad de mi tío los había hecho irse.
Como siempre, yo había averiguado todo lo que podía de ese lugar que nadie me podía decir si era pueblo o ciudad. Sabía que cerca de la entrada todavía estaba la casa en donde había nacido mi papá. Que ahí vivía mi bisabuela la mitad del año, con una hermana de mi abuela. Que ahí la gente se conocía y que todos sabían todo de todos. En el auto, mi prima también me contó que ahí vivía un primo nuestro que era experto en ring raje. Que ese verano nos estaba esperando para hacer “su obra maestra”. Me lo contó en secreto y bajó aún más la voz al decir “su obra maestra”. Cuando llegáramos, durante la siesta, lo íbamos a acompañar hasta una casa en donde el timbre sonaba ding dong y él le iba a poner cinta scotch para que sonara ding dong ding dong sin parar. Nos estaba esperando para  hacerlo porque si lo agarraban teníamos que decir que habíamos sido nosotras: a él lo conocía todo el pueblo y a su papá más. Mi prima lo había arreglado todo con él, en un viaje que había hecho con mis abuelos el verano anterior. Ella también me contó que íbamos a parar en la casa de este primo, que tenía pileta, un padre médico y una mamá con cara de ángel.
Tardamos 16 horas en llegar. La casa era enorme pero todos se habían concentrado en una especie de quincho abierto junto a la pileta. Tanto tiempo, tanto tiempo, decían y nos abrazaban. Déjenlos en paz que deben estar cansados, ordenó mi bisabuela con ese acento andaluz que nunca se quiso quitar de encima, y pronto estuvimos repartidos en las habitaciones. A mi prima y a mí nos tocó la de acolchados floreados y estantes con peluches. Tenía una ventana que daba justo a la pileta. Vení, mirá, me dijo mi prima y nos asomamos. Ves aquel rubio. Sí. Bueno, ese es Lucas, nuestro primo el del ring raje. ¿Y los otros? No sé, supongo que amigos de él. Vamos, dijo mi prima y bajó las escaleras corriendo, lista para la pileta. Yo no encontraba la malla por ningún lado, me sentía un poco cansada y me dolía la panza pero me apuré y salí corriendo detrás de ella. Al segundo estábamos en el agua, jugando la mancha acuática más divertida del mundo con cuatro chicos que se habían aprendido nuestros nombres. Me pareció ver un sapo entre las hojas bajas de una enredadera y pensé en mi papá. Presentí que ese sería el mejor verano de mi vida y que tendría mucho para contarle.
Acompañame a la habitación, me dijo mi prima de golpe. No hubo forma de decirle que no, ni de saber por qué quería que nos fuéramos de la pileta. La seguí, como siempre. Hacé lo mismo que yo, me dijo como si hiciera falta, y se puso una toalla en la cintura. Eso hice y nos tiramos en las camas con todo el cuerpo mojado, a jugar con sus muñecas. ¿Por qué te quisiste ir de la pile? Porque sí. ¿Te duele la panza? No, me dijo y me preguntó ¿a vos? Un poco, le dije. ¿Por qué no le decimos a la abuela? No, dejá, no me duele tanto, sigamos jugando. Bueno, pero me voy a cambiar la malla que tengo frío, además, nos van a retar si no.
Cuando salió del baño totalmente cambiada y peinada con una vincha blanca, entré yo. Tiré la malla a un costado para ponerme un short y una remera. Mi malla era de mi color preferido, verde petróleo, con unas rayitas naranja a los costados, por lo que el rojo sangre que pude ver en la parte de la entrepierna me paralizó.
Supe instantáneamente que tenía que ocultarlo. Pasé de lavar la malla a mano y con jabón de tocador a inspeccionar en el baño por algo para no mancharme más. ¿Estás bien? Me preguntó mi prima desde la habitación. Yo vuelvo a la pile, vos quedate si te duele la panza. Sí, sí. Estoy bien, andá. ¿Se habría dado cuenta mi prima? Mejor no preguntarle. A la primera de cambio le diría a mi abuela y todos estarían felicitándome porque ahora era señorita. 
¿Estás bien, querida? Tu prima me dijo que te dolía la panza y por eso no bajabas a la pileta. Sí, sí, estoy bien, abue, ahora voy. Bueno, vamos a tener que decirle al tío que te revise si seguís con ese dolor, dijo mientras se alejaba por la escalera. Sentada en el inodoro como estaba, traté de reconstruir el camino a la ruta que me devolvería a casa. No pude. Esa misma noche levanté fiebre. Al día siguiente, no tuve fuerzas para escapar a la revisión de mi tío médico. Fue terminante: tiene otitis, dijo. Si para mañana no le baja la fiebre, recomiendo darle Novalgina inyectable así nos quedamos tranquilos. Estaba parada frente a él, en el consultorio que tenía en otra parte de la casa. Mi tía con su cara de ángel me decía que no me preocupara. Mi abuela renegaba porque siempre había problemas.
¿En dónde? ¿En dónde qué, corazón? Preguntó mi tía. ¿En dónde me tienen que dar la inyección si no me baja la fiebre? En la cola, pero no te preocupes que ni la vas a sentir. Me largué a llorar y salí corriendo. Por ningún motivo iba a bajarme la bombacha. Corrí y, a las dos cuadras, encontré a mis primos acercándose a la casa del timbre ding dong. La “obra maestra” estaba en su etapa inicial. Mi primo sacó la cinta scotch del bolsillo del pantalón y cortó con la boca un pedazo. La colocó con cuidado sobre el timbre. Nos miró. Prepárense, dijo, y deslizó su dedo de un extremo al otro de la cinta. El corazón me latía a mil por hora. Diiing escuchábamos mientras nos escapábamos. La risa no nos dejaba correr bien ni escuchar. Diiing. Frenamos atónitos. ¿Y el dong?
Del espanto por el resultado de su experimento, mi primo había quedado petrificado en medio de la calle. Mi prima y yo lo llamábamos desde la esquina. Sentí que me manchaba el short, vergüenza y miedo. Estaba transpirada por la fiebre y tenía cada vez más pánico de que me descubrieran. Ocultar la mancha, que frenara la sangre. Eso quería. Lo agarraron, tenemos que ir, ordenó mi prima y me agarró la mano para acercarnos. Lucas, de frente a nosotras, nos miró sin entender. La dueña de la casa le decía cosas horribles. 
Fuimos nosotras, dijimos. 
La señora se dio vuelta y nos llevó a los tres casi arrastrando a lo de mis tíos. Mi primo repetía sin parar que nos iban a sacar la pileta, que nunca más nos iban a dejar volver a pasar las fiestas con ellos, que lo perdonáramos, que lo perdonáramos.
Como era de esperar, hubo castigo, pero no me importó. Pensaba en mi sangre y en cómo esconderla para siempre. 
Al rato se acercó una tormenta que puso el cielo violeta a las cuatro de la tarde. El entusiasmo inundó la casa, prepararon paraguas, cámaras de fotos, piolines y pronto estuvieron todos listos afuera para ver los sapos que parecían caer del cielo. 


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