martes, 19 de noviembre de 2013

Otra cosa


Siempre está pensando en otra cosa. Entonces no recuerda si habló, si le hablaron, qué día es, su cumpleaños. No es que no piensa. Piensa en otra cosa. Piensa en la muerte de sus hermanas. Por eso cuando alguien dice “se murió”, “se suicidó”, “accidente”, o “cáncer” para la oreja. Y a veces hasta logra repetir lo que escuchó.
Hasta el hartazgo.
Y en la tele dicen mucho “muerte”, “asesinato” y “enfermedad”. También debe pensar en el sexo o en que no debe pensar en el sexo porque cuando alguien dice “coger”, “eyacular” o simplemente “relaciones sexuales” también lo retiene. Pero se enoja un poco. Como que de eso no está bien hablar. Lo refiere para reprobarlo. Eso recuerda: que de eso no está bien hablar, de eso, del sexo y entonces recuerda el sexo y vuelve a reprimirlo.
También retiene “infidelidad” y “gordura”, “sobrepeso”, “anorexia”.

Mi mamá tiene Alzheimer. Se fueron borrando los trazos que delimitaban la lógica y  la irrealidad. Lentamente. Dolorosamente. Para ella y para mí. No digo para todos porque no somos más que ella y yo. Y eso también vuelve todo más doloroso.
Pienso en su mente como un castillo de arena. Quedan pocas huellas de las que se agarra. Quedan las monturas sobre las que edificó su pensamiento, su vida, su moral. Quedan todavía, la muerte y el sufrimiento. No queda el placer. No hubo entre sus estructuras nunca, un andamiaje para el placer. Entonces ahora tampoco está el placer en su discurso. Solo sonrisas. La sonrisa de siempre. Cada  vez más esporádica pero persistente. Sonrisa para afuera, por una causa, por un chiste en un programa de un sábado a la tarde, un chiste que no entiende pero que entienden los demás y se ríen y entonces ella también.
Porque todavía no quiere dejar de estar, de permanecer, de conectarse. Será por eso que también se acuerda de ver programas políticos y noticieros. Para saber, para estar al tanto, para decirme que me abrigue antes de salir, para avisarme que hoy a la noche va a llover, pensando que es domingo. 
Desde hace un tiempo me animo a apoyarme cada tanto contra su hombro. Y ella me acaricia el pelo, me dice que lo tengo precioso. No dice “hermoso”, dice precioso y yo cierro los ojos y a veces me dejo caer sobre su regazo. Entonces me acaricia la oreja, la cara y me sigue diciendo qué linda que soy. Y yo le digo que no. Y ella asegura que sí. Las manos están flacas, las uñas largas porque me atrasé y no se las corte después del último baño. La contextura física es cada vez más volátil, como si ella toda fuera un castillo de arena.
Pero me contiene.
Debe de haberle dado el sol a la arena con la que está hecha mi mamá. Porque de ella emana un calor que me envuelve. Y a veces rechazo.
Porque me quema verla así.
Me quema por dentro.
Mi estructura es de hierro y le escapo al calor.
No hay lugar en mis molduras para la flaqueza, ni para el descanso. Hay recovecos extraños, imaginarios que a veces me permiten reír desde adentro. Sé, mi mamá siempre me lo avisó, que la vida es dura. Que hay que aprovechar los momentos lindos porque enseguida vienen los feos. “Es como el debe y el haber”. Y siempre viví con miedo los momentos lindos. Ahora el miedo está en la estructura, en el frío del hierro, en su rigidez. El miedo.
Miedo a no saber sostenerla a pesar de su fragilidad. Miedo a que se me escape la vida, el amor, la soledad, por sostenerla y que se siga escapando entre mis andamios oxidados.
Mi estructura es de hierro y le escapo al calor.
Pero lo necesito.
La contradicción permanente de vivir.
De vivir entre los otros.

De ser por momentos los otros. Ser ella y pensar que mi vida fue una mierda. Ser ella y pensar que se me acabó la lucidez para no recordar tanto dolor. Sentir el dolor. Sentirlo ahora, tanto. Tanto que nunca me lo habría podido imaginar. Como quien dice un millón de dólares. Un concepto. Dolor acumulado. Dolor de todos los que vivimos. Y vemos pasar la vida pensando en otra cosa.

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