martes, 15 de abril de 2014

Los perdidos III

El gesto de los perdidos es como estirado. No hablo ya de su mirada sino de su boca. Una línea recta en el final de la cara. Cada tanto hablan. Hablan entre ellos, en voz baja. Me miran mientras lo hacen. Sé que hablan de mí. Me siguen a todas partes, algunos se arrastran, otros caminan lento con ese ruido de los pies contra el suelo que tanto me molesta. Estoy empezando a detestarlos. Me esperan, me necesitan todo el tiempo.
Veo al profeta libre, gritando desnudo en la cima de una montaña. Por un  momento lo envidio.
Estoy al pie de la tumba del 21 y escucho la voz fina, el murmullo de los perdidos. No quiero saber qué dicen pero el solo hecho de que hablen me molesta. Por qué tienen fuerza para hablar y no para levantarse y ayudarme a buscar comida, a prepararla, a mantenerse aseados al menos un poco para que el olor no me haga rechazarlos tanto.
Voy a buscar agua al pozo. Se supone que de ahí sale más fresca. Pero sé que es mentira. El agua está ahí estancada, no se renueva desde hace bastante. Sigo yendo al pozo un poco por costumbre y otro poco porque los perdidos no se acercan ahí. Puedo ir sola, tranquila. Igual camino alerta. No quisiera que ningún forajido descubra nuestro pozo. Llevo un balde en una mano y el cuchillo escondido en la manga. La mirada se discute de un lado a otro. Si alguien aparece deberé matarlo. Al fin llego. Tomo un sorbo. Escupo.
Este es mi concepto de la libertad, pienso.

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